Si es posible excluir de la consciencia pensamientos intensivos hasta volverlos inaccesibles, es debido al interdicto que atraviesa a toda represión: no podrás actuar sobre la base de una potencia que pueda arrasarte a la descodificación.
Esto es así, en tanto vamos ganando realidad, habitamos los espacios, los hacemos nuestros, nos sentimos seguros.
Más, habituar la propia sensibilidad a los moldes de la percepción tiene sus riesgos, por ejemplo, cuando nos habituamos a ciertos sentimientos; sentimiento: participio pasivo del verbo sentir; entonces, reactivo, domesticable, edipizante.
Cuando la sensibilidad ha sido domesticada y el tiempo subordinado al tiempo sucesivo la realidad parece gobernada por las circunstancias, lo qué pasa es lo que pesa; así, también, la ley, sea de utilidad, o bien, hoy más que nunca por la ley de goce.
Se sabe que la sensibilidad, de algún modo se produce, no sólo las cosas, también los cuerpos y las miradas, las formas de espacializar, de temporalizar.
Al no poseer estas formas de producción, los cuerpos se precipitan por los segmentos más duros, o se vuelve fluidamente inquietante, se explota la imagen subordinada a la promesa de movimiento; enfermamos y estamos bien ciertos de no tener nada que ver en ello.
Las plantas sagradas irrumpen en esa cotidianidad endurecida, en ese mirar fijamente, al excluir otros modos de ser del tiempo, otros espacios.
Así, la embriaguez como
“irrupción triunfal del mescal en nosotros” (diría Deleuze) y ( si con suerte le caemos bien a la planta y la tratamos con respeto) los flujos intensivos vuelven a ser desatados, despejando al ser de lo sensible, suavizando los límites dados entre cuerpo.
Devenir vibrante tejedor de superficies. Superficies intensas y maleables. Sentir que rasga el espacio de su supuesta particularidad para quien quiera seguir su movimiento, abrazar su memoria y excederla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario