La filosofía expresada poéticamente es la apuesta por desencadenar una multiplicidad de sentido. Hace del pensamiento un proceso vivo. Pensamiento que no busca el perpetuo reflejo de sí mismo, ni el reciclado de felices fórmulas que llevan a la conciencia a reencontrarse consigo misma, a interiorizarse en la voz que se esculpe, sólo, discursivamente.
En algunos apartados de"Así Habló Zaratustra", Nietzsche le presta su voz al ser de la tierra, encarnando los sentidos de ser tierra.
Lo que me lleva a pregunta: ¿cómo devenir tierra, si de entrada se la tiene por objeto de apropiación, como medio de extracción para alimentar nuestra voracidad, o, como simple escenario de fondo? ¿Cómo prestar oídos a aquellas fuerzas que, si bien, sostienen nuestros pasos, alimentan nuestro cuerpo, nos reconstruyen, también, son fuerzas de aniquilamiento?
Sentir las fuerzas de ser de la tierra, dar cuenta de su violencia. Lo que no quiere decir abrirse de cualquier modo ni de cualquier manera. Esta es, en parte, mi lectura para pensar la enfermedad, o eso que Nietzsche llamó la gran salud.
Un buen amigo, decía “y ¿por qué no experimentar lo enfermo en uno como sagrado?”
Sagrado, del latín sacer: puede interpretarse como aquello que tiene que hacerse. Sagradas, eran las potencias que violentaban todo sentido de orden, que por esto se distingue de lo divino.
Lo sagrado pone en juego a la creación, el devenir corporizante de ser de la tierra, que por lo tanto excede el concepto de naturaleza.
Las fuerzas aniquiladoras de la vida, se tengan por sagradas o no, deshacen para dar paso a la vida misma a partir de una gran diversidad de procesos que no dejan, también, de afirmar la muerte. �En otras palabras, no puede verse ni sentirse algo, que no se había visibilizado, sin que nos afecte con su potencia. Así, como tampoco puede amarse, realmente amarse lo que no se ve ni se siente.
Y, bajo cierto umbral de este devenir, sentir la potencia capaz de arrasar en mí lo arrasable como una manera de abrir a más de lo que soy en el instante de la cima de mi propia ruina. Y, no cabe romanticismo alguno en esta afirmación (para la que desconozco fórmulas y recetas).
Más, entre humanos, no sentimos igual ni del mismo modo y habría que partir de esta diferencia.
En palabras de Foucault, de cómo sea el ejercicio de la fuerza sobre sí, en la búsqueda de nuevos modos de gobierno de sí en tanto ser singular.
Pero igual, pensando que hoy, y quizá hasta esté de moda la idea de aniquilar valores para crear unos nuevos, crear sentidos de lo sano y de lo enfermo, lo que entendemos tanto de Foucault, como de Nietzsche, es que nada puede crearse si uno no recoge de su herencia histórica y personal, al modo de un arqueólogo o de una genealogía el ser de su propia herencia, afirmando todo lo que en uno ha sido importado, impuesto, tomado y deseado. Nietzsche, más radical, afirmando un juego que incluye el azar, la fatalidad, en la mesa de los dioses, amando y odiando la vida en juego, la vida que se presenta como regalo, la vida que se nos escapa, la vida que ha sido emparedada a cielo abierto, la vida que duele y desquicia, la vida como bálsamo y como voluptuosidad desbordante.
Se habla mucho de la crítica de Nietzsche al cristianismo y al judaísmo. Se hace énfasis en el tránsito entre el camello y el león. Del paso entre estar sometidos por el <<tú debes>> a contraponer el <<yo quiero>>. Es decir, la afirmación de la voluntad. Pero en este punto creo que hay que hilar fino. Pues lo que sea la voluntad tampoco parece tan evidente. Y creo que en esa confusión se terminan mezclando muchas cosas. Así pues, el paso del león al niño es imprescindible. Pues, lo que entendemos, es que sólo el niño, no el león, es capaz de crear. Y, crear se asimila a un juego en el que se ha podido afirmar la vida toda. No cualquier juego, “se trata de un juego donde lo que se juega es la propia vida.”
El niño tal como lo describe Nietzsche: “un santo decir sí a la vida: el espíritu quiere ahora su voluntad.”
La voluntad no es del ámbito del yo. Hay algo de la voluntad irreductible al ámbito del lenguaje y de la conciencia discursiva. Y, el espíritu es algo más profundo y complejo que el yo, o que la consciencia discursiva. Eso entendemos cuando Nietzsche describe al espíritu como un yunque, como las memorias del cuerpo por las que habitan las memorias de un mundo, de un tiempo o de una historia. Pero también, porque en otras ocasiones connota fuerza, la vida de la sangre y del pensamiento, indisolubles.
Y cuando dice: “el retirado del mundo conquista ahora su mundo”, refiriéndose al niño. Se trata pues del desafío del mundo actual, pues que no se trataría de pensar los siglos pasados sin implicar la actualidad que es uno.
Inocencia es el niño, y un olvido ¿cómo podría entonces anidar el resentimiento?
“Un nuevo comienzo, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. En otras palabras, el niño ha hecho de sus venenos su bálsamo, ha lanzado la flecha de su anhelo por encima de sí”.
El niño no es un producto acabado; no se alimenta del poder de otros; de otros le cedan su poder. Y más aún, el niño no es tan sólo, ni principalmente, el tiempo que transcurre, el tiempo sucesivo, ni el aquí y el ahora. Es presente y más que presente, juega y excede la tiempo. “Si la humanidad cayó al tiempo, el niño vuelve a caer, cae del tiempo, es por eso eterno retorno.”