jueves, 12 de septiembre de 2024

La castración



La castración 

 

 La figura del diablo sigue siendo muy contemporánea, no porque creamos o no en él; eso es secundario, sino por cómo la vivencia de placer se fue entramando con la de la culpa, especialmente con el catolicismo y con las versiones del protestantismo que, seamos o no religiosos, penetraron a lo largo y ancho de nuestra cultura. 

 Foucault nos recuerda que, con el pensamiento de San Agustín, se desplazarían los límites entre lo virtuoso y lo corruptible de la sexualidad, en ese entonces, llamada, los placeres de la carne. 

 Para San Agustín, debido al pecado original, los hombres fuimos castigados en función de la desobediencia, con la separación de nuestra voluntad. Es decir, lo que perdimos al caer del paraíso, al quedar separados de Dios y caer al tiempo, fue la propia voluntad, o voluntad divina asimilada con la voluntad de Dios. 

 Según el obispo de Hipona, la pérdida de la voluntad se hace evidente cuando, el cuerpo se ve llevado por la voluptuosidad, visible en los movimientos involuntarios, convulsos o frenéticos del acto carnal.

 Regresar a Dios, implicaba, según esta interpretación, volver a obedecer al mandato divino. 

 Sin embargo, el placer de la carne quedó plenamente demonizado en el momento en el que, se decretó que el mandato divino consistía en que los placeres de la carne serían acordes con la voluntad divina a través del sacramento del matrimonio y con el solo fin de la procreación. Cualquier otra manifestación del placer de la carne era considerada una trampa: la trampa del demonio que podía actuar dentro de uno mismo, como otro, y dominar mediante la voluptuosidad y el placer a nuestros sentidos, nuestros sentimientos y emociones, vueltos concupiscentes. Así, el cuerpo y los sentidos terrenales fueron demonizados. 

 Si bien, en un primer momento había que dominar al propio cuerpo, a sus impulsos, mediante la exaltación de la vía confesional, la vigilancia de uno sobre sí mismo, se extendería al propio pensamiento. Pues, se creía que la voluptuosidad puede despertarse no solo con los sentidos corporales, también con los recuerdos capaces de someter a la voluntad a los placeres corruptibles. 

 Max Weber nos explica que, para el protestantismo, se trataba de no volverse esclavos de los placeres, sino, sujetos morales del mundo, como parte de la labor que lo sostiene en tanto orden moral, supuestamente divino, pero en estricto sentido jamás experimentado como tal, en la medida en la que toda experiencia interior de la divinidad, todo sentimiento de arrobo, de penetración y permeabilidad de lo divino había quedado proscrito, negado, maldecido. 

 Desde luego, con lo que sigue, no hago alusión a ningún enunciado de liberación sexual de los que sabemos existen desde hace más de un siglo; sino, a algo que al menos en mí ha sido mucho más inconsciente y persistente. 

 A partir de ciertos cursos de Deleuze, podemos pensar que cuando Freud tuvo la necesidad de conceptualizar las derivas de la pulsión, separando y sometiendo la existencia de unas pulsiones parciales, a una energía libidinal yoica y de objeto, culminando en una suerte de de desexualización de las pulsiones por la sublimación, fue en la medida en que pareciera dominar una suerte de totalitarismo, primacía de los esquemas de la racionalidad, de sometimiento a unos límites que se suponen infranqueables y que operan en toda estructura neurótica y psíquica, afectando, directamente la experiencia de placer, de gozo, ulteriormente, a todo impulso. 

 Pues, finalmente, el yo “termina” estructurándose “con la salida del Edipo”, es decir, con la castración. Entonces, no se trata de límites naturales, biológicos, sino de cómo, en nuestra cultura nos vamos humanizando; identificándonos en tanto hombres o mujeres, padres o hijos. Y, en su sentido más profundo, humanizarse quiere decir, la posibilidad de desenvolvernos éticamente en el mundo. Razón que es muy cuestionable, pues lo que se ve, en el mundo, con la salida del Edipo es, más bien, adaptación y, tal vez, grados de ser obedientes y funcionales. 

 Más bien, existe un tope, una tapa, un sello, un corte, un de aquí no pasas, no sea que tal o cual intensidad, tal o cual impulso se vuelva inmanejable. No sea que se te ocurra decir, o, actuar apartado del buen sentido, del sentido común, o, (de lo que es más profundo) de lo que pueda ser aceptado por los Designios del Significante, el orden del lenguaje y de los Discursos Dominantes, en buen castellano. 

 ¿Qué hacer con el cuerpo, con sus impulsos inconscientes, reprimirlos, controlarlos, sublimarlos?

 No sea que la pulsión de muerte te domine… No sea que… un exceso de narcisismo… No sea que te dé por sentirte dios… Ya valió 

 Ya desde principios de la psiquiatría, los impulsos eran el peligro latente para la sociabilidad; eran considerados, nada menos, que el origen de las enfermedades mentales, la inadaptación y la criminalidad. 

 Impulsos, que se podían leer en los gestos poco domesticados, en los estallidos emocionales incontrolados, en las expresiones lingüísticas más o menos inadaptadas, en el parcial o en el total desquiciamiento, hasta en la más fría criminalidad. No es poca cosa.

 En cuanto a su funcionamiento, los impulsos, pulsiones para el psicoanálisis, fueron concentrados y fijados a tal o cual región corporal, modulando su intensidad según principios mecánicos del movimiento que no reconocen más derivas que la descarga (y hablar también es descargar, ¡vaya!) encerrando su posibilidad más intensa en lo oscuro, y en lo oscurito de la alcoba; anudado su sentido más profundo a determinadas fantasías inconscientes. La cosa es, que tales cosas no son percibidas como síntomas, sino como derivas “normales” de la vida psíquica y de la sexualidad que culmina con el dominio del placer genital por encima de cualquier otra deriva considerada perversión, o cause inadecuado.

 Y, especialmente, en la medida en que los impulsos quedan domeñados mediando nuestras sacrosantas estructuras familiares, en realidad, (pues como dicen, hoy por hoy, la familia se desmorona) domesticados bajo el dominio de la ley de la castración, sea cual sea el contenido de los enunciados operantes que constituyen nuestro paso legítimo a la cultura, la sociabilidad, el mundo laboral… La vía permitida es la vía de la ligadura hacia los objetos y la sublimación. Lo que queda clausurado son los flujos que pueden arrastrar a la descodificación como ríos intempestivos, y aún eso podría ser tolerado siempre y cuando no sea contagioso, es decir, es tolerada la locura en su impotencia. 

 Y es aquí que aparece un problema. Porque se supone que lo peor de nosotros está de ese otro lado maldito, impotente, clausurado o patéticamente perverso, pero… y si, no solo… estuviera lo peor. 

Y si lo mejor también está siendo exiliado, asesinado antes siquiera de bien haber nacido.

 ¿Qué es lo castrado?

 Es difícil de decir, pues lo castrado está siendo invisibilizado, más bien, secuestrado para ser desaparecido, abortado, asesinado.

 Parafraseando a Foucault, el problema no es el mal, es cómo el mal es configurado al interior de diferentes procesos de luces y de sombras, entre lo visible y lo que es negado, entre lo que puede ser enunciado y lo desconocido. 

 Es impresionante, hasta que punto, ser de lo sensible ha sido sometido a los designios de unos discursos dominantes. Hasta qué punto se vive a lo sensible como receptividad pasiva, inconsciente, ciega, superficial, reactiva. 

 La castración opera en el momento en el que “el cuerpo, conciencia corporal”, (que, plenamente como consciencia y como pensamiento no se le reconoce) “lo corporeizable” sufre, acepta, se adapta a una especial división subjetiva “al mando”, que constituye una promesa, mejor dicho, un ideal:

 “ya no serás, solamente, sujeto del enunciado, desde ahora podrás convertirte en sujeto de enunciación”. 

 Deleuze explica que, la división, el corte, opera entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación.

Como decía Lacan: “soy donde no pienso y pienso donde no soy”. 

 Pero para Deleuze, este resultado, esta dualidad subjetiva, es parte de una larga tradición que podemos ubicar desde Descartes cuando afirmó: “Pienso luego soy”, luego entonces, “soy una cosa que piensa”.

 Deleuze explica que, como sujeto del enunciado me constituyo como múltiple, pero como sujeto de enunciación supongo constituirme como una unidad, pero, en estricto sentido no soy más que unidad ideal, unidad supuesta nunca alcanzada, sujeto de goce imposible. Es decir, nunca habrá identidad entre sujeto de enunciado y sujeto de enunciación, con otras palabras, entre el sujeto de placer y el sujeto de goce.

Deleuze propone varios ejemplos de esto: 

“Como hombre te entiendo, pero como policía que soy, debo acatar la ley”. 

 Y ¿cómo se produce tal división subjetiva? Aceptando que no somos completos, que no hay conciencia plena y pensamiento de lo sensible más que subordinada al orden significante, que nuestro ser no está dado en la medida en que falta el significante que signifique nuestro ser y nuestro deseo, así y sólo así, el deseo puede circular, abrirse camino en torno a los ideales del mundo. Pues, como lo expresa Deleuze, en realidad, no existen enunciados individuales. Todo enunciado se produce, surge a partir de procesos que exceden los dominios de lo individual, de lo personal y del lenguaje mismo. 

 Asumimos ser sujetos del lenguaje… quedando sujetos al lenguaje, en tanto principio y soporte de nuestro ser en falta. 

 Todo muy bien razonado, pero lo que quedó fuera y nos falta, es porque está siendo saqueado y adormecido. 

 María Zambrano va a mostrar cómo el ser, el ser consciente de sí, el pensamiento va a quedar asimilado a la forma del conocimiento. “Ser” es pensar y pensar es saber que se piensa; pensar conscientemente es conocer a través de las palabras ordenadas, estructuradas y convalidadas.

 Según Kant, explica Deleuze: 

 “Conozco no porque sé que el sol sale, conozco, cuando tengo la certeza de que el sol va a salir mañana, cuando deduzco que es probable la salida del sol para un nuevo día, o, cuando puedo suponer, que existe la remota posibilidad de que el sol dejara de existir”. 

 Vamos aceptando, ni tan conscientemente, tantos conocimientos supuestos para el bien, el bien común, no necesariamente para el bienestar. Y eso es claro si observamos las estadísticas del malestar producido por la cultura civilizadora.

 Lo castrado es, todo despertar a ser de lo sensible, toda sensación, todo pensamiento, todo dar cuenta, toda manifestación más profunda de la consciencia corporal irreductible al orden significante. Pero es mucho más que eso, pues en la antigüedad, la palabra se concebía como poder de manifestación. 

 No hay nada más impotente que el Dios de la ilustración, el Dios del que da lo mismo si se cree o no en él. Y mejor si se cree, pues el pragmatismo es capaz de justificar su creencia. No es ya el dios de la manifestación; no son ya las divinidades que atravesaban y que poseían a los sentidos: con sus manifestaciones de poder. 

 Las experiencias místicas… sí… ahí están… toleradas, exaltadas, idealizadas, apartadas del devenir mundo, de la tierra y de la carne. 

 El problema que queremos apuntar no está en la posibilidad, muy real, de devenir menos que humanos, perderse, pirarse. 

 El problema es que también somos más que humanos. No solo allá, en los cielos; no solo gracias al poder iniciático y luminoso de las Ideas y de la abstracción; o, después de muertos, algo así como, desencarnados. 

 ¿Qué no para las brujas, la vagina era experimentada como sagrada? Y ¿para los practicantes del taoísmo, la vagina, no es la puerta, la raíz del cielo y de la tierra, una fuente inagotable que se derrama? O ¿vamos a creer que es pura sublimación? 

 Para unos es la raíz de la magia, para otros es vía de fuentes inagotables, fuente intensiva, que transmuta en la medida que se derrama hacia todo el cuerpo, fortaleciendo, curando, desplegando sabiduría de los espíritus que habitan cada órgano corporal. 

 Lo triste no es dejar de creer en tal o cual religión, mito o leyenda, lo terrible es dejar de vivir el misterio inacabado, dejar de experimentar. Hemos cedido tanto el poder al saber de las ciencias del cuerpo, a tantos prejuicios y decretos que, damos por dados tantos conocimientos sin jamás experimentar… 

 Más bien, y citando lo visto en el curso “El árbol de las vidas”, y dado que, ser humano no constituye ser algo absolutamente fijo, podemos ser humanos y más que humanos, por ser hijos de la tierra, experimentando nuestras sombras, atravesando nuestros inframundos, afirmando lo humano demasiado humano, desencadenando lo absolutamente silencioso de nuestros impulsos emparedados, amarrados, asfixiados, agotados, conformados, vaciados, sometidos, negados, invisibilizados, aplastados, cuajados, cristalizados, configurados, capitalizados y, los no nacidos.

 Más que humanos, liberar, afirmar, despertar lo divino y lo demoníaco inacabado.  Experimentar lo divino como tal, que nos refleja y despierta, que encarna. 

 La fuerza es algo que se siente, manifestaciones singulares, manifestaciones de poder, devenires de los astros, a través del brillo de las plantas, devenir sabiduría animal.

 Se ha querido lo divino en santa paz, se ha querido lo divino como contemplación pura, desencarnada, se ha deseado a lo demoníaco al servicio de quien sabe qué intereses charros. 

 Volviendo a citar lo dicho en el curso “El árbol de las vidas”: si pensamos en los antiguos dioses, dioses de la curación, dioses guerreros, dioses de los inframundos, dioses de la embriaguez y de la lujuria, diosas de las inmundicias y del paso por la muerte, dioses y diosas del amanecer y del atardecer, del erotismo y de la prosperidad de la tierra, llegamos a suponer que lo castrado ha sido la relación entre lo divino y la tierra, entre lo divino y nuestros cuerpos, lo divino y la vivencia de día a día. 

 María Zambrano nos recuerda que: “El hombre que no ha alcanzado la unidad verdadera conlleva difícilmente la unidad impuesta por la necesidad y aspira secretamente a ser otro en algún instante”.

Fuerzas de manifestación, de voluntades divinas, demoníacas, humanas y, y, … Movimientos, impulsos y sentidos inexplorados por descubrir, por revelar, por crear. 

 En cuanto a la dualidad subjetiva, pues que de ahí siento partir. Deleuze como otros seres dedicados al problema, no sugieren deconstruir, demoler, o, negar al yo. Más bien, conocernos, excedernos, querernos y cuidarnos, lo que nos lleva a pensar en los supuestos que atraviesan las derivas del narcisismo.

sábado, 7 de septiembre de 2024

Reflexiones sobra la obra del Marqués de Sade



 

 

De las obras del Marqués de Sade solemos escuchar, cómo a través de la literatura erótica y mediante el recurso de la sátira, Donatien Alphonse François Marqués de Sade, realizó una crítica a la moral de su tiempo, a partir de la cual podemos leer los supuestos con los que se teje una sensibilidad capaz de justificar cualquier forma de dominación mediante la crueldad de unos seres humanos a otros. 

Dicha moral señala la distancia entre las prácticas antiguas que vinculaban el deseo con lo divino y lo demoníaco, del deseo en pleno proceso de “naturalización” que convertiría al deseo en el límite de toda subjetividad, pero, que aparecerá sólo como tendencia al límite, interior al pensamiento mismo, y ya no como vía, o como puente entre lo sagrado y lo divino. Lo que, según Foucault, es el parteaguas para pensar a las subjetividades de la modernidad y muy probablemente hasta la fecha.

 

Así, podemos pensar que, el Marqués de Sade, no realizó cualquier crítica, pues fue capaz de ir a los cimientos, y en ese sentido su capacidad de reflejo se vuelve muy amplia. Su pensamiento es mucho más que una crítica a determinados personajes surgidos de las ruinas entre el viejo mundo en llamas y el mundo revolucionario en pleno nacimiento. 

Como lo señaló Georges Bataille, a través de la afirmación del mal, de toda perversión, de la negación de los vínculos de semejanza, el Marqués de Sade encuentra, en lo más oscuro de la vida, la afirmación del gozo más demencial, en la centelleante desaparición de sí, de la propia individualidad. 

Esta segunda interpretación, nos lleva a pensar que la crítica no es más que un recurso, un medio de provocación, para desplegar la propia mirada interior, capaz de transgredir los resguardos que nos alejan del reflejo de nuestras figuraciones perversas, agazapadas, ocultas. Pero, el espejo no es el fin. Las figuraciones no son portadoras de ningún imperativo, son apenas los signos de un movimiento vertiginoso, la afirmación de la nada por la que se desata lo más oscuro de la naturaleza como movimiento de disolución. 

 

Mediante sus personajes, Sade encarna, magnificando o sobredimensionando, la forma de cierto tipo de sensibilidad. Sensibilidad más cercana a la realidad mítica y, en ese sentido, reveladora de los umbrales entre lo conocido y lo desconocido que se articulan con lo permitido y lo prohibido, que, como señaló Foucault, cabe entender con relación a la producción de los dispositivos de poder que van desde las viejas formas de poder atribuidas a un soberano, los dispositivos de saber eclesiásticos y los dispositivos de poder de los estados nacientes. 

 

Más aún, a través de la literatura, Sade describe un movimiento de deseo articulado con la lógica de la negación; como negación propia de la naturaleza.  Es la naturaleza, nos dice, la que puso en nosotros el placer, el interés propio como aquello por lo que, necesariamente, nos guiamos en la búsqueda de felicidad. 

 

 

En obras como Justine, lo primero que Sade describe, respecto del vínculo con otros seres humanos, es la negación de la semejanza, fundada en la afirmación de la más absoluta soledad del hombre en sí mismo.  

En dicha obra presupone un principio de aislamiento, sin el cual su filosofía resultaría incomprensible. Ya que, para Sade, el exceso de la voluptuosidad, que coloca por encima de cualquier otro tipo de felicidad, solo puede acontecer por medio de la destrucción de cualquier “lazo que lo vincule con sus semejantes” (Bataille, 2004, pág. 107-108).

 

 

Así, lo que Sade afirma, mediante sus personajes, es que: 

 

“la naturaleza nos hace nacer solos, no hay ninguna clase de relación entre un hombre y otro. La única regla de conducta es, por lo tanto, preferir todo lo que me produce felicidad y no considerar para nada todo lo malo que mi preferencia pueda ocasionarle a otro. El mayor dolor de los otros siempre cuenta menos que mi placer. No importa si debo adquirir el más mínimo goce mediante un cúmulo de fechorías, puesto que el goce me deleita, está en mí, mientras que el efecto de mi crimen no me afecta, es exterior a mi”(Bataille, 2004, pág. 107)

 

Bataille escribe acerca del pensamiento de Sade: La literatura de Sade se sostiene en una premisa fácilmente desmontable: la del individuo absolutamente aislado (Bataille, 2004, pág. 108). Sin embargo, esto no implica que deje de ser revelador, y lo es, de varias maneras. 

Primero, Sade no está describiendo una serie de conductas a seguir, o, unas normas puntuales dictadas por la naturaleza, ya que lo propio de la naturaleza, según esta lógica, es tan sólo el movimiento vertiginoso de la negación, de la muerte que hace posible la vida. Es decir, “la naturaleza nos hizo nacer solos y puso el placer en nosotros”, más no impuso unas reglas de como conducirnos, puesto que no hay nada positivo en la naturaleza. El placer tan solo señala la prioridad del interés egoísta como negación fundamental de los lazos de semejanza. (Silvestri L. 2021)

Sin embargo, la moral que describe mediante sus personajes está ligada a la moral predominante de su tiempo. Se trata de un tipo de individualismo rampante, corrompido desde la raíz debido a su deseo por el poder, por adueñarse del poder entendido como dominio permanente de unos seres por encima de otros; guiados por la imposición de la ley de los más fuertes; lo que, dadas las condiciones cambiantes de su cultura señala a los que se atreven a despojar, tomando por la fuerza o mediante engaños, y, por encima de quien sea, el poder, entendido como riqueza, como  sometimiento, como ejercicio de crueldad. (Silvestri L. 2021)

 

Bataille expone cómo en nuestra cultura, solemos confundir la felicidad, “con los recursos que la hacen posible” (Bataille, 2004, pág. 87), con los objetos que suponemos son su causa, pero, que todo esto, siendo del orden de la adquisición, se encuentra del lado del trabajo, de la utilidad y de la sociabilidad, mientras que la felicidad es, en realidad, del orden del gasto, del gasto de un exceso de energía, del derroche de ese excedente, del dispendio que a su vez liga a la felicidad con la angustia. El descanso, el consumo, la voluptuosidad son formas de gasto, de derroche de la propia energía. Sade entiende esto, pues lo que hace es imaginar las formas más dispendiosas, inútiles e imposibles de gasto, a través de escenarios que nos sacan, o que nos llevan al límite de lo humano (Bataille, 2004, Pág. 110) y, en esa medida, alcanza, en tanto recurso literario, a esa intuición profunda del deseo en la voluptuosidad excesiva capaz de afirmase más allá de los objetos a los que se liga, es decir cómo movimiento soberano. 

 

Más ¿cómo pensar la soberanía? Sade plantea que la naturaleza dispuso que lo más importante para cada individuo fuera su placer; Sin embargo, el personaje que le interesa construir a Sade se opone a los sentidos del hombre común y sus placeres, los cuales califica de serviles y de reactivos. Fundado en la debilidad, el hombre común determina sus acciones mediando las consideraciones que lo vinculan a sus semejantes. El hombre común se engaña creyéndose altruista, cuando, en realidad no hace más que protegerse a sí mismo, es decir hace el bien no por el bien en sí, sino para evitar un posible daño; engañándose también al creer que convive entre iguales. Así, el individuo cede sus fuerzas a los sentimientos, los ideales de bondad, de servicio, de temor, que lo ligan a otros en los que cree apoyarse. Sin embargo, no se da cuenta de que esos sentimientos son los que los vuelven débiles y reactivos a todos, al ser depositarios de sus fuerzas; los sentimientos son como hipotecas que consumen las energías más potentes, y que, el individuo, al liberarse de los vínculos que lo atan, al liberarse de los sentimientos se recuperaría una cantidad inmensa de energía que lo elevaría soberanamente (Bataille, 2004, Pág. 112). 

 

Los personajes que construye Sade buscan volverse desinteresados respecto de los pequeños placeres, insensibles de los lazos de semejanza, para liberar la fuerza de los sentimientos, a su vez, contener su impulso, para liberar una gran cantidad de energía oscura que sería desencadenamiento de la ferocidad, de la animalidad. 

 

“No se contenta con el crimen para obtener placer”, sino que quiere afirmar el crimen por encima de toda sensibilidad, por encima de todo impulso; llevando los sentidos al máximo de la apatía para hacer implosionar una energía que llevaría a la propia alma a identificarse con el movimiento más profundo de la naturaleza, que es el mismo que se oculta en toda razón: la negación absoluta, identificándola con “la destrucción total” (Bataille, 2004, pág. 112).

Continuando sobre la misma línea, Bataille añade:

“Todos esos grandes libertinos que sólo viven para el placer, no son grandes sino porque han aniquilado en ellos toda capacidad de placer. Por tal motivo se entregan a espantosas anomalías, de otro modo les bastaría con la mediocridad de las voluptuosidades normales. Pero se han hecho insensibles: pretenden gozar de su insensibilidad, de esa sensibilidad negada” (Bataille, 2004, Pág.113) 

 

El hombre común, excluye de sí, huye con horror del instante de soberanía, que Sade asimila con un movimiento de negación propio de la naturaleza. Por esto, no se trata de guiarse por una verdad positiva de naturaleza o del universo, más que como movimiento de negación. (Bataille, 2004, pág. 116)

 

“Ha sido la naturaleza la que ha puesto en nosotros los instintos que se subsumen al placer como forma de la negación de unos por otros.  Naturaleza impersonal que no establece diferencias entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso. La razón está dispuesta para necesariamente buscar procurar su propio interés, y en un mundo lleno de corrupción y caos, esto sería inclinarse del lado de los que toman, de los que mandan y someten negando al semejante.”

 

La premisa del aislamiento absoluto sobre la que se apoya Sade lo lleva a postular que, para convertirse en soberano, un hombre debe reducir a cosa (cosificar) a todos los demás que lo atan a la servidumbre (Bataille, 2004, pág.109)

 

El sujeto de placer de Sade, guiado por la razón en busca del mayor placer, no se deja llevar por sus pasiones, ni por un sentimiento de lujuria, pues de ese modo se perdería lo más intenso del placer: una acumulación de energía que ha de contenerse. Sade lleva la búsqueda de placer más allá del interés del momento fugaz; del placer en conciliación con el campo de la utilidad y de la salud. 

 

El ser soberano ha de separar la intensidad del placer del objeto del cual se sirve para obtenerlo, y para ello deberá hacer uso de una razón fría, meticulosa hasta el punto de la apatía y el desinterés, es decir, ha de desensibilizarse de los otros y en esa misma medida, exacerbar y exasperar una cantidad de fuerza dentro de sí, que le rebase y desencadene lo atroz en sí, liberándolo de la servidumbre (Bataille, 2004, pág. 112). 

 

Así, lo que resulta no es la afirmación del individuo, el individuo es llevado al límite de sí, a un límite absoluto del que no podrá recobrarse por entero, límite, nos dice, “por el que traiciona a la humanidad, por lo que no deja de traicionarse a sí mismo”, es decir, de negarse liberando lo más obscuro del deseo como límite de la razón y de todo pensamiento (Bataille, 2004, pág. 114). 

 

Lo más intenso, para Sade, no está en la sensibilidad de placer, sino, en el gozo de la desaparición de sí por el erotismo y, por esto mismo inseparable de la vivencia de horror. 

Lo que se plantea es un límite absoluto al pensamiento, más no un límite exterior a él, sino un límite interior pues constituye el límite al que tiende el deseo, limite como negación de ser. Así, lo que se afirma no es la positividad del deseo sino el deseo como negación de ser, por lo tanto, limite que funda la posibilidad de ser como una herida abierta de la noche estrellada, infinitamente oscura, sin nada, sin consuelo. Deseo como movimiento perpetuo hacia la muerte (Bataille, 2004, págs. 115-116)

 

Georges Bataille escribe: Lo que Sade muestra es que la sexualidad es habitada por fuerzas que resultan absolutamente inconciliables con el campo de la sociabilidad, la utilidad y el trabajo. Más, su secreto, que se nos escapa a la luz del día, determina la fuente que moviliza a la sociabilidad. Y así, la voluptuosidad es producto del intercambio entre los momentos de ahorro, de adquisición y el instante del gasto del exceso de energía. Siendo Sade, dice Bataille, el representante del gasto más dispendioso que se pueda imaginar. 

 

Sade, “supo que su propia vida era y no podía ser más que un diálogo que opone lo posible y lo imposible. Se conoce a sí mismo. Le fue dado un interminable silencio para conocerse.” (Bataille, 2004, pág. 270)

 

“Cuán difícil es darles un sentido claro a tantas exigencias profundas, dónde la destrucción requiere la tranquilidad previa, donde la tranquilidad sin embargo no aparece nunca, sino con miras a ser destruida de inmediato. Ciertamente es difícil … pues nada es más contrario al ritmo habitual de la vida, pero es importante si la irresistible seducción de placer, que cuando es menor nos parece vil, sin embargo, se acerca al valor de su sentido profundo cuando ya no se liga a la ventaja egoísta; y el valor depende tanto del aniquilamiento del ser como del ser. Dicho de otro modo, el ser no está dado completamente en sí mismo, mediante la plenitud y la generosidad del placer, sino cuando abandona lo posible por lo imposible, en la despreocupación. (Bataille, 2004, Pág. 271)

 

En un extremo, Sade imagina un personaje que, más allá del interés por procurar su propia individualidad busca perderse con el universo que se niega (Bataille, 2004, pág.114), embriagado de gozo como movimiento de aniquilamiento soberano, que no podría manifestarse más que como instante; pero que lo hace libre y despreocupado tanto de si infringe, como de si resulta sujeto al que infringen dolor. 

 

Finalmente, en palabras de Bataille (2004): 

 

“Sade no es solamente un hombre excepcional … es también un pensamiento, si no de un pueblo, sí de una multitud y fue más o menos el mismo pensamiento que hacia la misma época inspiró la música de Mozart” (Bataille, 2004, pág. 267)

 

En la interpretación de Foucault (2011), encontramos que, el pensamiento de Sade se encuentra en la transición entre el viejo régimen de poder monárquico, y el movimiento revolucionario en favor de un Estado parlamentario. Así, su filosofía se encuentra lejos de la analítica de la sexualidad que dominara el siglo XVIII y XIX y más cerca de la simbólica de la sangre del viejo mundo. 

 

“Sade y los primeros eugenistas son contemporáneos de ese tránsito de la “sanguinidad” a la “sexualidad”. Pero mientras los primeros sueños de perfeccionamiento de la especie llevan todo el problema de la sangre a una gestión del sexo muy coercitiva … mientras la nueva idea de la raza tiende a borrar las particularidades aristócratas de la sangre para no retener sino los rasgos controlables del sexo. Sade sitúa el análisis exhaustivo del sexo en los mecanismos exasperados del antiguo poder de soberanía y bajo los viejos prestigios de la sangre… La sangre corre a todo lo largo del placer…En Sade, el sexo carece de norma, de regla intrínseca que podría formularse a partir de su propia naturaleza; pero está sometida a la ley ilimitada de un poder que no conoce sino la suya propia. Si le ocurre imponerse por juego, el orden de las progresiones cuidadosamente disciplinadas en jornadas sucesivas, tal ejercicio lo conduce a no ser más que el punto puro de una soberanía única y desnuda: derecho ilimitado de la monstruosidad todo poderosa” (Foucault, 2011, págs. 138-139)

 

La literatura de Sade puede guiarnos hacia las intuiciones más variadas y ricas. Cabe explorar una interpretación que, siendo de las menos afortunadas la acercaría al pensamiento eugenista y racista modernos. 

 

Como medio literario, Sade hace uso de todo tipo de recursos excesivos para hacer visible un movimiento propio de la sensibilidad del deseo. Si bien, lo sagrado es lo que plantea lo absolutamente imposible para el pensamiento discursivo, lo imposible, es planteado por Sade, tan sólo desde el sentido de aniquilamiento, siendo el aniquilamiento, lo que la razón de Sade fijó como principio de la voluptuosidad, que, por otro lado, no deja de ser cercana al misticismo de todos los tiempos. 

 

Sade eleva lo profano hasta los límites de lo sagrado, pero no lo hace para sacralizar a lo profano, sino para profanar a lo sagrado. Sin embargo, a la luz de su juego, moviliza los límites que anteriormente separaban a lo sagrado de lo profano. De primera instancia pareciera que lo sagrado queda sólo desvirtuado, absorbido por la lógica de la negación, pero lo que Bataille muestra, es que, dentro del mismo movimiento de la negación, y esto es fácil de pasar de largo, con el que se profana lo sagrado, lo sagrado también es afirmado por el instante de la desaparición en el aniquilamiento que es el gozo excesivo de la voluptuosidad. 

 

De otro lado, y desde el punto de vista de las relaciones de poder, es posible hacer otra lectura: 

 

Lo profano es supuestamente, dominado por la lógica individualista a la deriva de la ley del propio interés, por lo que prima la ley de los más fuertes, según dominios de poder que tienden a enfrentarse a muerte. Dominios movidos por una ley, de la que no subsiste más que la lógica de la negación de los otros; ley con la que encuentra y justifica el vínculo entre el placer y la crueldad, que ya son parte de los acontecimientos y estallidos revolucionarios de su tiempo. 

 

Pensamos que estos estallidos de voluptuosidad, más que desbordantes, resultan desquiciantes; producto de una profunda implosión de fuerzas reactivas, capaz de abstraer al ser de lo sensible, en función de un sujeto que se ha vuelto voraz. Y esto es así, en tanto la razón dominante busca someter absolutamente al ser de lo sensible y al fluir de la vida bajo su total dominio. Es así como la sensibilidad se vuelve vorazmente insaciable. Es la razón quien somete al ser de lo sensible a la lógica de la negación, hasta el punto de abatir sobre sí toda sensibilidad bajo la forma de la indolencia. El cuerpo queda, así, vacío, produciéndose un hambre exasperada que vuelve a otros, presa de los cuales servirse y tomar su poder infinitamente. 

La sensibilidad se vuelve una forma de embriagarse al devorar a los otros, pero al devorarlos, tan solo acrecentará su hambre, en su aislamiento. 

Acrecentando el sentimiento de estar aislado, crece el vacío de la propia capacidad para sentir, que es la condición del principio de soledad en Sade, pero que nos parece, más bien, el resultado de una sensibilidad despoblada, desolada, sometida al dominio de una razón tiránica. Se ha producido la ausencia de lo otro en uno mismo, como resultado de emplazar al vacío, puesto que la razón dominante obtura su lugar. Sade confunde soledad con aislamiento y con indolencia. 

María Zambrano, en “El hombre y lo divino”, nos nos recuerda que no nacemos solos, y que, la soledad es un logro metafísico necesario para ganar libertad. 

Pero, para Sade, queda exiliada la posibilidad de hacer un vacío en sí mismo para dar cabida a otro, en tanto, radicalmente otro, es decir libre. La negación ha sido sustancializada y lanzada por fuera, invisibilizado el proceso en que se funda. 

Sea para oír, o, para sentir a otro en uno mismo, es necesario abrir un vacío que vuelve al tacto, al oído verdaderamente receptivos. Pero desde la lógica de Sade, el principio de aislamiento le impide afirmar un vacío como apertura de sí, como porosidad permeable de toda carne que puede afirmar lo más rico de la sensibilidad despierta, por donde se derraman los bordes intensivos de la piel en el amor, en el encuentro con lo otro y con los otros.

La indolencia producida es el medio para reducir a los otros a cosas de las que puede servirse de alimento; despertando la llama de la crueldad, haciendo crecer la escala de la depravación. Pues de lo que se trata es de negar, obstaculizar, someter a otro devorando sus fuerzas. Régimen en favor de la muerte que invisibiliza las fuerzas de vida, o, que asume un control absoluto sobre las fuerzas de la vida.   

“El racismo se forma en este punto (el racismo en su forma moderna, estatal, biológizante): toda una política de población, de la familia, del matrimonio, de la educación, de la jerarquización social y de la propiedad, y una larga serie de intervenciones permanentes a nivel del cuerpo, las conductas, la salud y la vida cotidiana recibieron entonces su color y su justificación de la preocupación mítica por proteger la pureza de sangre y de hacer triunfar a la raza. El racismo fue sin duda una combinación… de las fantasías de la sangre con los paroxismos de un poder disciplinario.” (Foucault, 2011, pág. 139-140)

 

Más, ¿Qué pasaría si en vez de afirmar el más absoluto aislamiento que conduce a la indolencia, se afirmara la singularidad de lo sensible, y de lo sensible de lo otro en uno, hasta los umbrales de la afirmación soberana de sí?

Abrir a la sensibilidad, abrir a tantas interpretaciones como sea posible, pero no en el vacío de una blanca pared, los muros de la indolencia. La razón dominante urde un mundo donde los sentidos parecieran enterrados bajo el peso de la lógica de sus equivalencias; invisibilizando la desnudez que ha de dar a luz desde la singularidad de la carne que todavía no conoce su sentido, puesto que no preexiste del todo.

 ¿Qué pasaría si la afirmación de las fuerzas de deseo llevadas hasta los umbrales del aniquilamiento fueran también la apertura a las fuerzas de vida más potentes y activas? ¿Y, si como sugiere Bataille lo que se afirma en la muerte también es la vida? Se supuso que lo peor de lo humano se encuentra de ese otro lado maldito, impotente, clausurado o patéticamente perverso, pero, y si... no solo... estuviera lo peor. Y si lo mejor está siendo exiliado, asesinado antes siquiera de haber bien nacido.

 

Ha sido pensado el poder, como el ejercicio de una influencia o de un sometimiento de unos seres sobre otros seres, lo que en sí mismo, no supone una identificación del poder con el mal. Pero el poder es también el ejercicio de la fuerza sobre sí misma, que habría que rastrear desde la propia materialidad, el devenir entre cuerpos, entre materias, entre diferentes registros o memorias del propio cuerpo, entre distintos modos de interpretación que tejen nuestros sentidos. 

Sin embargo, existe una tendencia que concibe a la vida, sin más que con relación al dominio de poder que la cualifica para hacer de ella el objeto de su dominio, pero, del cual surge como el objeto de ese dominio, confundiendo, a veces, los medios de interpretación y los límites que dicha interpretación plantea desde sus cimientos, con la vida. Tendencia de reducirlo todo a su aspecto discursivo, asimilable, manejable.

 

En ese sentido volvemos a la pregunta, formulada por Deleuze, Foucault y muchos más, de cómo escapar a las formas de sujeción más duras que contienen en sí una cierta sentencia de muerte para la vida en el acto mismo de vivir.

 

¿Qué legitima el poder? pensando en lo que dice Bataille, el ejercicio de poder se podría concebir a la luz de la singularidad, luego entonces, el ejercicio de poder no necesita ser legitimado por otro (Bataille, 2001, pág 32) cuando emerge de ese límite: inmanencia de la propia muerte que atraviesa nuestra vida llevándonos al límite de nuestros resguardos, lo que nos permitiría dar cuenta de su existencia; Cuando no intentamos obturar los vacíos que crean las distancias necesarias para ser libres. Vacíos que permiten fluyan las sentencias que como anzuelos se hunden en la carne para fijar a los sentidos, tanto como a los sentimientos con los que hemos habituado la vida. Y, siguiendo a María Zambrano (2012) cuando ver es ver a otro, y, simultáneamente saberse visto por otro que es, radicalmente otro, bajo la luz de la singularidad, irreductible del dominio de la semejanza. Cuando esta existencia se mira como la posibilidad única de encuentros que no podemos dar por dados, sino, en la medida que también los estamos creando y responder al llamado de creación (Zambrano 2012). Cuando la espera se sabe cercana del absurdo, del sinsentido y no por eso huir de estar vivo, realmente vivo. Cuando la apuesta de vida excede los sentidos de conservación de las propias identidades endurecidas o en extremo fluidas, (es decir inconscientes); como afirmación de cuidar y procurar la vida, y de procurar las condiciones que posibilita nuestras vidas en esta tierra.  

 

Si nuestras fuerzas son cooptadas por la lógica de la negación, de la castración, de la totalización de la perspectiva de los simulacros etc. nos parecería como si ya no pudiéramos ser poseídos por un vértigo imposible, por un instante de soberanía imposible. De afirmar las fuerzas de destrucción, también, como fuerzas de amor y de creación. 

 

Soberanía, que se refiere a cómo la vida se vuelve palabra y la palabra se torna viva, en la medida en que el argumento propio también alcance ese umbral intensivo de la palabra que mueve, sacude, corporeice, desate, pliegue y despliegue realidad sin pretender agotar su misterio. 

 

Bataille muestra cómo la lujuria es reveladora de la cercanía entre la vida y la muerte. De cómo, en vida morimos y renacemos más de una vez. Misterios pues, existen los nacimientos fallidos y la desesperación de quien ya no puede morir embelesado o poseído por el personaje de un drama, una novela, o, de una historia de autor desconocido. 

 

Morimos y renacemos al amar. Pero al nacer, nacemos ciegos. Y cuando apresuramos a llenar los vacíos, queriendo silenciar lo innombrable, apropiarnos, adueñarnos fácilmente caemos presa de la fatalidad. 

 

 

Y.... Si tomáramos en serio aquello de que en el principio es la palabra; que nacemos a cada instante a través de la palabra, que vivimos y morimos con ella y en ella; que nos desnudamos las almas a través de ella... de que nos contenemos, creando muros, casas y puertas que habitamos por instantes. De que viajamos a través de ella para inventar y transgredir nuestros amores; Campos y ciudades también. 

 

Despertar, así, nuestras raíces; liberar al cuerpo de las memorias como nudos y enredaderas entre semejantes, donde nada podría ser excedido, sino por lo excesivo de la lujuria, la voracidad, el gozo que desanuda las vestimentas del habitual pensamiento, invitándolo a bailar sin culpas, su imposible desnudez, destello demencial capaz de despertar la más vívida cordura; oscuridad de ser amante tierra. Diluyente oscuridad, que crece en la medida que disuelve. 

Desciende certera la luz del día, y, la luz oscura que alumbra de noche nuestra tierra, madre de todos nuestros sentidos. 

 

 

 

Bibliografía 

 

Silvestri, L. https://youtu.be/oSeSv1vJl0U?si=E8izqZnSoJAVqGXF

 

Bataille, G. (2004) La felicidad, el erotismo y la literatura. Argentina: Adriana Hidalgo editora 

 

Foucault, M. (2011). Historia de la sexualidad volumen I.. México: Siglo XXI.

 

Foucault, M. (1963). Prefacio a la Transgresión. Critique n° 195-196, 751-769. Obtenido de https://grupomartesweb.com.ar/textos/1834941870/foucault-michel-prefacio-a-la-transgresión