Genealogía de la Confesión
Foucault nos dice que: Nuestra cultura no reprime al
sexo, interroga al sexo, hace de las manifestaciones sexuales formas
de verdad y por lo tanto formas que hay que ligar con los discursos. (Foucault,
2011, pág. 24).
En este sentido, existen dominios de saber-poder que posibilitan
formas de subjetivación; dominios a través de los cuales podemos
comprender nuestra relación con diferentes juegos de verdad, y así, comprender
las condiciones de visibilidad de determinadas experiencias de deseo
y de placer. Dominios de saber y de poder o estrategias que, mediante el
ejercicio de tácticas y técnicas precisas, posibilitan umbrales de sensación y
de pensamiento, dadas ciertas coordenadas históricas y
territoriales.
De este modo, existe lo que Foucault denominó las tecnologías del
yo, que conforman modos de relación de uno consigo mismo. Es decir, a
partir de qué prácticas damos cuenta de nosotros mismos ¿Cómo se
conforma ese sentido de sí mismo? ¿Qué fuerzas y cómo se relacionan
consigo mismas, determinando la naturaleza de nuestro inconsciente?
Foucault pone en evidencia, cómo una de esas prácticas ha
sido la confesión que circula a través de los tiempos. Práctica
que circula en los centros médicos, terapéuticos, escolares, penitenciarios, como en diferentes tipos de
relaciones sociales. Por ello, podemos preguntar ahora, ¿cuál es la experiencia
de la confesión hoy en día? Esa necesidad de decirlo y de mostrarlo
todo, muchas veces tiene una forma confesional. Y,
confesar no necesariamente resulta liberador, más bien, puede
fijar y volver redundante la relación de uno consigo mismo, como
efecto de procesos de subjetivación producto de ciertos dispositivos de poder y de ciertas relaciones de poder
cuando no damos cuenta de estos, en tanto procesos distintos. Estos dispositivos nos hacen
identificables al tiempo que, fijan las identidades cuando las formas de la
confesión conllevan una subordinación a la lógica de verdad de sus discursos,
volviéndonos sujetos de formas discursivas que pocas veces
cuestionamos a fondo. Sin embargo, el problema es no dar cuenta de las relaciones de poder en juego, lo que nos permitiría ver la justa medida
de nuestra implicación en el proceso, especialmente cuando este podría ser
liberador.
Es decir, Foucault no habla de “El Poder”, no se trataría de un poder de forma general, un poder institucional o de Estado, poder extrínseco de subordinación que recaería sobre los sujetos con el fin de dominarlos, sino, de pensar cómo se constituyen los dispositivos de poder desde la “multiplicidad de las relaciones de fuerza inmanentes y propias del campo en que se ejercen, y que son constitutivas de su organización; el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las transforman, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerzas encuentran las unas en las otras, de modo que formen cadena o sistema, o, al contrario, los desniveles, las contradicciones que aíslan a unas de otras; estrategias por último, que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o cristalización institucional toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales.” (Foucault, 2011, págs.86-87)
Ahora bien, "la obligación de confesar nos llega ahora, desde tantos puntos diferentes, está tan profundamente incorporada a nosotros, que no la percibimos ya como el efecto de un poder que nos constriñe, al contrario nos parece que la verdad, en lo más secreto de nosotros mismos, sólo "pide" salir a la luz; que si no lo hace es porque una coerción la retiene, porque la violencia de un poder pesa sobre ella, y no podría articularse al fin sino al precio de una especie de liberación." (Foucault, 2011, pág.58) Continúa, "es necesario haberse construido una representación harto invertida del poder para llegar a creer que nos hablan de libertad todas esas voces que en nuestra civilización, desde hace tanto tiempo repiten la formidable conminación de decir lo que uno es, lo que ha hecho, lo que recuerda y lo que ha olvidado, lo que esconde y lo que se esconde, lo que uno no piensa y lo que piensa no pensar" (Foucault, 2011, pág.59). Así, "la confesión de la verdad se inscribió en el corazón de los procesos de individualización por parte del poder"; (Foucault, 20011, pág.57) "se confiesan los crímenes, los pecados, los pensamientos y los deseos, el pasado y los sueños, la infancia; se confiesan las enfermedades, las miserias; la gente se esfuerza en decir con mayor exactitud lo más difícil de decir, y se confiesa en público y en privado..." (pág57)
Confesar, nos dice Foucault, es más que hacer consciente un impulso, un
deseo o una acción que no se ajusta con
la norma, interdicto, decreto o promesa auto impuesta; es
más que, simplemente, admitir un error, reconocer un
daño o una falta. Confesar implica, siempre, abrirse a algún
tipo de juicio externo, juicio articulado por alguna
instancia moral que tiene poder sobre nosotros; pero sólo puede
tenerlo, en la medida que forma parte de lo que nos
conforma interiormente (Foucault, 2011, págs. 60-61) es
decir, a qué juego de verdad, bajo qué reglas, a qué principios,
a qué supuestos, a qué interdictos, hemos sometido,
querido o habituado la propia existencia. ¿Cómo se da el conocimiento de
sí mismo, a partir de que ejercicios, de que prácticas, de que costumbres?
Al adquirir conciencia de ello, podemos contrastar rituales de confesión
distintos, para precisar aquellos elementos con los que se va a fijar, o no, a
la culpa; por ejemplo, donde la exposición ritual de la propia falta
frente al confesor, o frente a la comunidad, sea al mismo tiempo que se
expíe la culpa, se repare el daño o quede saldada la deuda, de
modo que el proceso ayude a sanar y hacer de la experiencia algo
fluido; un desafío para cultivar una mejor versión de uno
mismo. O bien, prácticas mediante las cuales se va a interiorizar, en
mayor o menor medida, a determinadas formas de vigilancia sobre los cuerpos y
los pensamientos; de tal modo que, cada vez más, la forma de ser confesional
será la vía de interiorización para las conciencias.
Así. como ejemplo, "lo que llamamos interioridad cristiana es un modo particular de relación con uno mismo, que implica formas precisas de atención, de recelo, de desciframiento, de verbalización, de confesión, de autoacusación, de lucha contra las tentaciones, de renuncia, de lucha espiritual,. Y lo que se llama "exterioridad" de la moral antigua implica también el trabajo con uno mismo, pero de una forma muy distinta" (Foucault, 1998, pág.61)
La práctica confesional ha sido central a lo largo del cristianismo,
donde ha ido adquiriendo características propias, pues las prácticas de la
confesión, nos dice Foucault, son herederas de las prácticas del cuidado de sí
y del conocimiento de sí de origen griego y romano, de las que van a
distanciarse profundamente.
Como afirma este mismo autor: el cuidado de sí, el conocimiento
de sí, se convirtió en una forma de dirección de la conciencia,
primero respecto a la observación de los mandamientos y posibles faltas entre
lo prohibido y lo permitido. Es decir, la confesión no era considerada
necesaria más que en los casos en los que, efectivamente haber cometido una
falta; no era necesario explorar los pensamientos, ni los deseos más íntimos,
sólo recibir la penitencia correspondiente en función del mandamiento
infringido. Sólo más tarde, se instituyó la práctica de la confesión como
medida de vigilancia sobre los afectos de la carne, la voluptuosidad
incontrolable y el propio pensamiento; vigilancia sustentada, por una
relación de conflicto respecto de los placeres de la carne y el deseo. (Foucault,
2014, pág. 179).
Foucault nos dice, cómo antiguamente, la confesión era más un acto
ritual que verbal, y que, los actos de verbalización no eran tan frecuentes,
limitándose a los casos de faltas graves en términos de acciones que
infringieran los mandamientos. La paradoja correspondiente a esta práctica
ritual era que, al mismo tiempo que el sujeto se rebelaba o, se descubría a sí
mismo frente a los demás, como pecador, renunciaba a sí mismo quedando así
purificado mediante la penitencia ritual. La penitencia ritual, el martirio,
eran prácticas de vida, modos de demostrar que se era capaz de aceptar la
muerte renunciando al yo del pasado, en favor de la presencia divina y de la
purificación. (Foucault, 2017).
A diferencia del cristianismo antiguo ¿bajo qué aspectos va a recaer la vigilancia de uno con sigo mismo? ¿Cómo se fue desplazando el
sentido de la culpa y de auto vigilancia al incorporar el sentido de la carne
en el cuerpo? ¿Bajo qué supuestos el pecado de concupiscencia se convirtió en
la sustancia que fijaría a las subjetividades? Entre los cristianos circula la
creencia de que la caída del paraíso de Adán y Eva, había sido producto de su
desobediencia, y así, la desobediencia se volvió la marca del pecado.
Pero ¿qué significa el pecado? En términos generales, significaba haber
quedado separados de la propia voluntad, al haber sido apartados de la
presencia divina. En consecuencia, lo que se perdió, o aquello de lo que los
hombres han sido separados es de su propia voluntad (debido al pecado, la
voluntad se volvió ciega). En ese sentido, se interpretará bajo diferentes
esquemas que la carne puede ser habitada por otro, por movimientos contra
natura, por el engaño, como se supone fue la causa original de haber caído al
tiempo. (Foucault, 2020, pág. 248)
Sin embargo, el cristianismo antiguo no centró la idea del mal en el
acto sexual; más bien, partía de una concepción del deseo conforme a la
naturaleza del orden divino, o contra natura. El deseo conforme a ese orden era partícipe del
fuego divino que podía conducir a la contemplación de Dios. El deseo que se
alejaba de dicho orden se asociaba más bien con los excesos de todo tipo,
señalando la falta de temperancia sobre la voluntad. Y, respecto del acto
sexual, este logos divino, más que condenar, dictaba los tipos, los modos de
los movimientos, o las faltas que infringieran al orden divino en el acto que
los alejaría del fuego divino, capaz de transformar al cuerpo en un templo de
Dios o un faro de luz divina. El mal no recaía sobre el cuerpo o la carne, nos
dice Foucault, el mal comenzaba con el exceso, sin que ello cambiara la
naturaleza del deseo (Foucault, 2020, págs.45,115).
El desplazamiento que van a realizar, pensadores como San Agustín (Castro-Gómez, 2021), es el de introducir
algo de ese mal en la naturaleza misma de todo acto sexual cuando no tiene por
fin la procreación. Lo que lo conduce a centrar sus esfuerzos en establecer
todo tipo de reglas para el deseo sexual en el matrimonio sin culpa, así,
introducir el concepto de la virginidad dentro del matrimonio, y ya no
centrar el problema del deseo en torno de la virginidad y la continencia fuera
del mismo cuyos sentidos eran muy amplios. (Foucault, 2020, págs. 243,
276).
Como lo explica San Agustín, la falta se volvió signo de la caída, de la
pérdida del paraíso, manifiesta en la debilidad que puede habitar en el
corazón, en la pérdida de voluntad que se observa en lo incontrolado de los
movimientos de los órganos sexuales al ser poseídos por los placeres (Foucault,
2020, pág. 274). El mal, nos dice Foucault, sigue estando en el exceso, la
intemperancia, la fornicación, y faltas como el incesto, pero la línea
divisoria del mal respecto del deseo en el acto sexual se modifica, pues, lo
que constituye el logos divino queda definido por la finalidad en la
procreación, evitando los excesos de placer que inciten a la concupiscencia, la
cual se opone al uso natural del sexo definido por la procreación. Así, prueba
y consecuencia de desobedecer el interdicto divino, es la pérdida de voluntad
manifiesta en el propio cuerpo, de los propios órganos sexuales. San Agustín
describe a la pérdida de la voluntad de la que son prueba los movimientos
convulsos o epilépticos a los que conduce el acto sexual (Foucault, 2020, págs.
276-280).
Sin embargo, se entiende que, los primeros cristianos, no concebían al
cuerpo, ni al acto sexual, como mal en sí, más como vía de manifestación
conforme a la naturaleza o contra la naturaleza del logos divino. Y, el mal
asociado al acto sexual estaba delimitado en un sentido distinto del que
definió San Agustín, quien recomendaba, toda una serie de reglas de conducta,
de prescripciones para llevar a cabo el acto carnal, conforme a la procreación
dentro del orden conyugal, y de evitar dejarse llevar por los sentidos del placer. Pues, los movimientos involuntarios de los órganos
eran señal de la pérdida de la voluntad vinculada al pecado original que
fijó la culpa desde el inicio de los tiempos. (Foucault, 2020, págs. 266-268).
Posteriormente, fueron algunos de los movimientos cristianos, y
particularmente los protestantes, los que exaltaron a la virginidad
como prueba de la salvación prometida y santidad; así, se profundizó la forma
de una vigilancia interior mediante la que se despliega
toda una hermenéutica del sujeto, respecto de los movimientos de la carne
(Foucault, 2020). El modelo de la confesión iría interiorizando la auto
vigilancia sobre los propios pensamientos (Foucault, 2014, pág.177); confesión,
que anteriormente solo se limitaba para dar cuenta de las acciones o faltas
respecto a los mandamientos.
Dicha hermenéutica parte de los siguientes supuestos: en general, dentro
del catolicismo, nos explica Foucault, se partió de afirmar que, si bien, en un
primer momento la voluptuosidad que despierta con el tacto, o cualquier otro
sentido, es ciega respecto del bien y del mal; en un segundo momento, esa
voluptuosidad engendrará, o, se ligará con las imágenes y pensamientos capaz de
recordarla, y, en consecuencia, se despertará el deseo de repetición de esos
primeros placeres. Así, en un segundo momento, estas mismas imágenes serán
suficientes para despertar el deseo y por lo tanto la búsqueda de la
voluptuosidad de tales placeres, esclavizándonos a los placeres de la carne, al
pecado de concupiscencia, al mismo tiempo que
se creía juzgado por un poder superior (Foucault, 2014, pág.181-
183).
Se pasó “del viejo tema de que el cuerpo era el origen de todos los
pecados, a la idea de que en todas las faltas [incluyendo la falta de
pensamiento] hay concupiscencia”. (Foucault, 2014, pág.185) Posteriormente, “de
la Reforma a la cacería de brujas, pasando por el Concilio de Trento, tenemos
toda una época en la que empiezan a formarse, por un lado, los Estados modernos
y, al mismo tiempo, los marcos cristianos se cierran sobre la existencia
individual” (Foucault, 2014, pág.167).
En este sentido, católicos y protestantes van a conformar técnicas
específicas de relación de uno con uno mismo y con los
otros mediante la diseminación de diferentes prácticas
de auto vigilancia constante como acto verbal de la confesión.
Foucault nos dice que la forma de la confesión es como una matriz: que podemos
encontrar, por ejemplo, en “la confesión/examen de conciencia, y la
dirección de conciencia, vemos aparecer, por ejemplo, en los medios puritanos
ingleses, procedimientos autobiográficos permanentes, en que cada uno se
cuenta y cuenta a los otros, a los allegados, a la gente de la misma comunidad,
su propia vida, para que puedan detectarse en ella los signos de la elección
divina” (Foucault, 2014, pág,177). Confesión que más tarde se encontrará en el la forma de los exámenes médicos, los cuestionarios, los interrogatorios judiciales y escolares.
En este sentido “la confesión es un ritual de discurso en el cual
el sujeto que habla coincide con el sujeto del enunciado; también es un
ritual que se despliega en una relación de poder, pues no se confiesa sin la
presencia, al menos virtual de otro que no es simplemente el interlocutor, sino
la instancia que requiere la confesión, la impone, la valora e interviene para
juzgar, castigar, perdonar, consolar, reconciliar; un ritual donde la verdad se
autentifica gracias al obstáculo y las resistencias que ha tenido que vencer
para formularse; un ritual, finalmente, donde la sola enunciación,
independientemente de sus consecuencias externas, produce en el que la articula
modificaciones intrínsecas…” (Foucault, 2011, pág. 60).
La confesión, en tanto que dispositivo de poder, conlleva sus
propios peligros, en especial el de fijarse al sometimiento. Pues la forma
en la que uno mismo se impone la moral arraigada a la
verdad de un libro, de un grupo, o de una colectividad, los supuestos fijos que
determinan la verdad de lo que es y puede ser el placer de la carne,
los códigos establecidos de conducta hasta en los aspectos más íntimos, enajena
la propia sensibilidad al condenar ciertas manifestaciones del deseo y
del placer, pero sobre todo por instituir todo un régimen de vigilancia
continuo, de uno mismo, sobre los más mínimos pensamientos, de las propias
intenciones y los deseos. Ya la confesión dentro del cristianismo monacal,
nos dice Foucault, implicaba la renuncia al propio yo y al propio deseo en
favor de una vida de permanente obediencia a alguna forma de autoridad.
El problema, nos dice Foucault, no es lo que queda reprimido, es
cómo, eso reprimido, queda conformado como lo impuro, el mal, por el
curso que abre el pensamiento confesional anclado a lo
negativo, la contradicción, la culpa, la deuda infinita, produciendo
así, todo un campo de fuerzas reactivas, un inconsciente que, bloqueando los
flujos del deseo y del placer, fija a la subjetividad. La confesión
se volvió el ejercicio para que el sujeto produjera un discurso sobre sí, un
discurso de verdad sobre sí mismo, que se convertiría en la prueba para
controlar al pensamiento y sujetar al deseo.
Así, se diseminaron ciertas estrategias de vigilancia y
castigo; formas de represión, disciplina y sublimación. Son formas de
poder por las que se sujetaba a lo que dicta la ley de un libro,
la verdad de una institución, de un grupo. Pero lo fundamental no
era el pensamiento moral como elección única, sino la conciencia
que conformaba una relación de identidad bajo la forma de una autoridad moral
confidente (Foucault, 2011, pág. 63).
En contraste, la confesión de origen estoico se distancia de sus
herederos cristianos, pues, nos dice Foucault (Foucault, 2017) la intención
estoica estaba en que el joven pudiera alcanzar un estado de autonomía mediante
la guía de algún maestro para el conocimiento, la memorización y la práctica de
ciertas reglas, determinadas doctrinas, prescripciones y cierto número de
verdades con el fin de regular sus conductas (Foucault M, 1984, pág.100).
Autonomía entendida aquí como elevación de la razón, respecto de los
vicios y las tinieblas; que no implicaba una renuncia al yo, sino un
reencuentro, una asimilación con lo divino, con la luz que era, también, la
razón de la naturaleza (Foucault, 1984, págs. 75,77). La confesión era una
forma de conocimiento de sí mismo, era epistolar y cumplía una función
nemotécnica de construcción del yo, y no de renuncia al yo. Tenía por objetivo
que los sujetos interiorizaran los efectos de sus acciones respecto de
determinadas metas por alcanzar, acciones que podían tener que ver con su
salud, o con la administración de sus casas, de sus cultivos, o con las
relaciones afectivas; acciones en torno a las acciones del mundo, de la
naturaleza hasta alcanzar la contemplación divina. Si bien, en un primer
momento, se aconsejaba el silencio y la escucha respecto de la autoridad de un
maestro, no era para perpetuar la forma de la autoridad, ni la renuncia al yo y
al propio deseo (Foucault, 2017).
Aunque, el sentido del cuidado de sí mismo sea inseparable del
conocimiento de sí, era distinto, en la antigua Grecia del estoicismo, ambas
constituían prácticas para alcanzar una vida en libertad (Foucault, 1984, pág.
98). Para el estoico, la libertad surge de la sabiduría contemplativa, de
saber que “estamos ligados a un conjunto de determinaciones y de
necesidades cuya racionalidad comprende… Pero, por el hecho mismo de que el
alma está en comunicación con todo el universo y explora todos sus secretos,
puede controlarse en sus acciones y en sus pensamientos” (Foucault, 1984, pág.
78) El yo no se pierde o se disuelve en lo divino, más bien, es libre porque
participa de la razón divina.
Libertad que no significaba libre albedrío, que “en su forma plena y
positiva es un poder que ejercemos sobre nosotros mismos y sobre los demás”
(Foucault, 1984, pág. 78); qué, en tiempos de Sócrates y de Platón, se definía
en oposición a ser esclavo. Ser libre era no ser dominado por otro, se trataba
de una posición política y de gobierno, pero esto implicaba por principio “no
ser esclavo de sí mismo, ni de los propios apetitos, lo que implica que uno
establece en relación consigo mismo, una cierta relación de dominio, de
señorío, que se llamaba arché, poder, mando” (Foucault, 1984, pág. 102). Para
esta filosofía, el conocimiento de sí determinado por la reminiscencia de la
contemplación del alma, evocada mediante el dialogo con un maestro, y el
cuidado de sí conlleva a una posición de cuidado de los otros, de la cuidad,
“en la medida en que sabiendo conducirse como es debido, lo será
simultáneamente, en relación con los otros y para los otros” (Foucault, 1984,
pág. 103).
Posteriormente, en la modernidad, herederos de muchas de estas
tecnologías del yo, desligadas de su sentido ético, religioso y espiritual,
sirvieron también para la conformación de los grandes estados nacionales. Pero
a diferencia de las comunidades religiosas y espirituales, estas prácticas se
diseminaron a través de una multiplicidad de instituciones encargadas de la
formación de las consciencias individuales. Conciencias que adoptarían
cada vez más la forma discursiva, encontrando su mayor legitimidad en la
racionalidad de sus discursos. En la modernidad, “el ser quedó
enteramente definido por el conocimiento” (Foucault, 1984, pág. 114);
conocimiento, desligado de las prácticas de conocimiento de sí mismo como vía
de transformación de la misma subjetividad, antes, inseparable de las prácticas
del cuidado de sí y de los otros. El conocimiento, así, objetivado, quedó desligado
de la ética, es decir, del ejercicio de la afectación de la fuerza sobre sí
misma, del ejercicio de diferentes prácticas de la libertad. Sino más bien
como, identidad que se conforma entre la verdad y la falsedad de sus discursos,
lo normal y lo anormal de sus conductas, lo sano y lo enfermo, lo funcional o lo disfuncional,
el éxito y el fracaso. Pues su objetivo quedaba delineado por la necesidad
de extraer un saber para el conocimiento, el control y la administración de la
vida poblacional.
“La confesión fue una de las tácticas de poder que se
diseminaron, a través de la forma del examen médico, la interrogación jurídica,
el discurso amoroso, la inquisición entre padres e hijos a lo largo de la
modernidad” (Foucault, 2011, págs.61-62). Tácticas que definen los modos
como los pacientes se dirigen al médico, al psiquiatra, al psicoanalista, al
pastor, al maestro. Es decir, las formas en las que se les cede el
poder.
Ya sea bajo el predominio de un modelo jurídico o bajo el predominio de
un modelo científico va a girar la verdad del discurso sobre los sexos. “La
confesión fue y sigue siendo hoy la matriz general que rige la producción de
verdad sobre el sexo” (Foucault, 2011, pág.61). Confesar, no porque se asociara
con la una falta o el pecado, sino porque se convirtió en signo de
interpretación, para acceder a la vida sexual de los individuos. (Foucault,
2011, pág.65) y como medida de control de las poblaciones (Foucault, 2011, págs.25-26).
Es este punto, uno por el cual el capitalismo
pudo producir sujetos dóciles para el
trabajo mecanizado; funcionales, en tanto que adaptados a una
norma (Foucault, 2014, pág.57) disciplinados en la obediencia;
controlables, en la medida que nos exigimos a nosotros mismos; donde
el capitalismo coincidió con las demandas de las familias para multiplicar
las instituciones ancladas a esa labor de producir sujetos
normales. Como nos recuerda Foucault: la familia demandaba a la
institución médica, psiquiátrica, escolar, sacerdotal un saber, ahí,
donde un sujeto no se ajustaba o encontraba problemas con ajustarse
a la norma (Foucault, 2014, págs.145, 154-155). Para ello
era necesario que los sujetos tuvieran la necesidad de hablar de sí,
de confesar, de extraer una verdad, de ligarla con su sexualidad. Pues la
sexualidad se creía el germen de un secreto, de una oscuridad latente que
podía irrumpir, enfermar, desquiciar, llevar a actos atroces, ser fuente
de impulsos que podían dominar al cuerpo en contra de la razón.
Si bien, ya no se trataba del dominio religioso de renunciar al yo
o al deseo, ni del dominio entre el bien y el mal, sobre la
sexualidad recaía una norma jurídica, pedagógica, de
higiene, de derecho que permitía sacarla a la luz dentro del supuesto elemento
de su verdad, aunque, siempre al margen y con relación de algo inconfesable definido bajo
la noción de lo instintivo (Foucault, 20014, págs.140-143). Así, a la sexualidad se le atribuyó un poder causal para todo tipo de males, patologías, anormalidades y disfunciones (Foucault, 2011, pág.64)
Foucault nos dice como, “la psiquiatría pasó de ser una
especie de servicio social de higiene, a portadora de un saber médico
(Foucault, 2014, pág.115), capaz de prevenir, de anticipar los menores rasgos,
de aquellos que, por su estilo de vida, por sus acciones, sus decisiones
morales, sus gustos, sus gestos, sus facciones, eran portadores de signos
de un peligro potencial o de una tendencia a la disfuncionalidad. Un anormal,
un desequilibrado, un desadaptado, en suma, un criminal en potencia”.
(Foucault, 2014, págs.144, 147,150).
La noción de instinto se volverá central, este es el punto en el que la
psiquiatría se articula con el saber médico y jurídico. Foucault nos explica,
que el uso de esta noción, empareja a la psiquiatría a nivel del contenido
conceptual, a la formación de conceptos médicos. Además, el concepto de
instinto funcionara como enlace necesario, entre el saber médico y la demanda
de saber jurídico, sobre los individuos que puedan representar un riesgo.
(Foucault, 2014, pág.123).
El instinto abre la visibilidad de un nuevo orden, ya no entre
conciencia y verdad, no sólo entre lo voluntario y lo involuntario, sino que,
“tendrá que psiquiatrizar toda una serie de conductas, trastornos, desordenes,
amenazas, peligros, que son del orden del comportamiento y ya no del orden del
delirio, la demencia o de la alienación mental”. (Foucault, 2014, pág.140). Es
por esa vía que la psiquiatría extiende su dominio, penetra a través de
todo dispositivo disciplinario: la familia, la escuela, el sistema penal y
político. “Su discurso se vuelve la regla para el discernimiento de toda
posible conducta como portadora de signos de aquello que por
incontrolable, involuntario, espontáneo y automático, señala la naturaleza de
una disfunción, es decir algo incontrolable que pudiera constituirse como
una amenaza futura, para una determinada población”. (Foucault,
1014, págs.135, 140, 145).
Gracias a este mecanismo de la confesión, "la verdad de los
sujetos, el saber de sí quedaba definido por aquel que cumplía
con la función de escuchar e interpretar, y no por quien
hablaba" (Foucault,2011, págs.61, 65.) La mirada médica
construía la separación entre lo normal y lo anormal. Así, los peligros
supuestamente intrínsecos de la sexualidad quedaron definidos y se
fijaron mediante el saber médico y pedagógico. Esta técnica de
poder sirvió en su origen, para definir
formas de subjetivación normalizadas. Sin embargo, lo que nos
muestra Foucault, es que lo importante no ha sido reprimir o normalizar la vida
sexual, ni siquiera producir la fuerza de trabajo mediante la normalización
familiar legítima, heterosexual. Más bien, lo que ha acontecido es la
proliferación de grupos con elementos múltiples de sexualidades
variables.
Lo importante, lo que
permeó y sigue permeando hoy en día, es ese poder fijar a las identidades,
haciendo de la sexualidad el tema central por el que giran y se desvelan las
identidades. “Mediante la sexualidad se cree descubrir y así sucede, la materia
aglutinante de su sentido” (Foucault, 2011).
“El poder funciona
como un mecanismo de llamada, como un señuelo: atrae, extrae esas rarezas sobre
las que vela. El placer irradia sobre el poder que lo persigue; el poder ancla
el placer que acaba de desembozar. El examen médico, la investigación
psiquiátrica, el informe pedagógico y los controles familiares pueden tener por
objetivo global y aparente negar todas las sexualidades erráticas o
improductivas; de hecho, funciona como mecanismo de doble impulso: placer y
poder. Placer de ejercer un poder que pregunta, vigila, acecha, espía, excava,
palpa, saca a la luz; y del otro lado, placer que se enciende al tener que
escapar de ese poder, al tener que huirlo, que engañarlo o disfrazarlo. Poder
que se deja invadir por el placer al que da caza; y frente a él, placer que se
afirma en el poder de mostrarse, de escandalizar o de resistir. Captación y
seducción; enfrentamiento y reforzamiento recíproco: los padres y los niños, el
adulto y el adolescente, el educador y el alumno, los médicos y los enfermos,
el psiquiatra con su histérica y sus perversos no han dejado de jugar este
juego desde el siglo XIX” (Foucault, 2011, pág. 45)
En términos de Deleuze, lo que mediante estas formas de codificación de
las identidades y de la sexualidad se produce, bajo el dominio del régimen significante, es decir, de la necesidad de articular y "someter" todo lo que somos bajo el orden discursivo (dispositivos de poder en
Foucault), bajo el dominio del sistema capitalista de consumo,
es taponear, capturar o reterritorializar a los flujos creativos y
revolucionarios de deseo (habiendo aclarado que el deseo no remitía a una
realidad natural o escondida, es decir, no es que exista una naturaleza libre de
deseo). Si bien, la represión es uno de tantos mecanismos de control, lo
esencial del sistema capitalista no recae en éste. Más bien, porque bajo el
dominio de las identidades discursivas, los deseos pueden ser fácilmente
ubicados, recodificados, capturados, empaquetados, capitalizados y “de vuelta”
al sistema taponeando cualquier efecto que verdaderamente pudiera
amenazarle.
“La mecánica del
poder que persigue a todas estas disparidades no pretende suprimirlas sino
dándole una realidad analítica, visible y permanente: la hunde en los cuerpos,
la desliza bajo las conductas, la convierte en principio de clasificación y de
inteligibilidad, la constituye en razón de ser y orden natural del desorden
¿Exclusión de esas mil sexualidades aberrantes? No. Más bien, especificación,
solidificación regional de cada una de ellas. Al diseminarlas, se trata de
sembrarlas en lo real y de incorporarlas al individuo.” (Foucault, 2011, pág.44)
Como oportunamente señaló Foucault:
“Si la identidad no es más que un
juego, si no es sino un procedimiento para favorecer relaciones, relaciones
sociales y relaciones de placer sexual que crearán nuevas amistades, entonces
es útil. Pero si la identidad llega a ser el problema mayor de la existencia
sexual, si las gentes piensan que deben «desvelar» su «identidad propia» y que
esta identidad debe llegar a ser la ley, el principio, el código de su
existencia, si la cuestión que perpetuamente plantean es: «¿Esto es acorde
con mi identidad?», entonces pienso que retornarán a una especie de ética muy
próxima a la de la virilidad heterosexual tradicional. Si debemos tomar
posición respecto de la cuestión de la identidad, debe ser en tanto que seres
únicos. Pero las relaciones que debemos mantener con nosotros mismos no son
relaciones de identidad; más bien, han de ser relaciones de diferenciación, de
creación, de innovación. Es muy fastidioso ser siempre el mismo. No debemos
excluir la identidad si la gente encuentra su placer mediante el cauce de esta
identidad, pero no hemos de considerar esta identidad como una regla ética
universal.” (Foucault, 2021)51
Estas maneras de “imponer” una verdad sobre los cuerpos
han producido diversas formas de resistencia, verdaderas líneas de
fuga, lo vemos en textos como “El erotismo” de Lou Andreas Salome
(1910) o textos muy intensos como el de “La esclavitud sexual”
de Voltairine de Cleyer (1890) o en los escritos de
Virginia Woolf, en los cuentos de D.H Lawrence (1885) en películas como “El
imperio de los sentidos” de Nagisa Oshima (1976) y muchos otros
pensadores que nos llevan a cuestionar: ¿qué sucede con los placeres más allá
de los dispositivos de sexualidad? Experimentar más con el cuerpo y
sus posibles placeres (Foucault, 2011, págs. 148). Y lo mismo se puede decir
del deseo en el sentido que le dan Deleuze y Guattari.
Luego de la primer y segunda guerra mundial, ha habido una multiplicidad
de voces a través de la música, la literatura, el cine, la filosofía, los
movimientos de protesta y de la contracultura, que intensifican las
formas de experimentación y el constante cuestionamiento de las
formas de saber instituidas. No obstante, el sistema capitalista que,
desde el principio se nutre y funciona a partir de la acumulación, la
expropiación y la reapropiación de todo tipo de fuerzas, fuerzas creativas,
fuerzas en crisis, va a capturar los flujos de deseo que aparecen como líneas
de fuga creativos y desafiantes para la producción de flujos de consumo, de
moda, de crisis y de conflictos que alimentan al sistema de forma permanente.
Hoy en día, la separación, más que entre lo normal y lo anormal
(que no ha desaparecido) se conforma entre lo funcional y lo disfuncional; el
alto o bajo rendimiento; lo sano y lo enfermo; el éxito o el fracaso en la vida
y en el trabajo, o, según las reglas de juego de las más recientes plataformas
de redes sociales; en el endurecimiento de la voluntad de verdad, hasta llegar
el absurdo, de todo tipo de disputas que crean grupos antagónicos motivados más
por las emociones que por el ejercicio de pensar; el individualismo extremo;
los rostros por los que circula el sufrimiento, el cansancio, la
desesperación, la depresión, el aislamiento.
Hoy en día, la moral ha dejado de ser dominio absoluto de
comunidades religiosas, pero también del Estado como un todo
omnipresente; ha dejado de ser dominio de la escuela disciplinaria o de la
medicina y el campo jurídico. La moral se inscribe como
elección única e individual, supuestamente libre, supuestamente
autónoma. Supuestos que, muchas veces, invisibilizan a los
dispositivos, a los supuestos todavía vigentes que tienden lazos con las
antiguas prácticas de poder y de control.
Es verdad que hoy es posible experimentar una
multiplicidad de formas de cuidado de sí, de conocimiento de sí, que abren
a múltiples posibilidades de sentir y de pensar. Formas de
experimentación que pueden emerger de la singularidad de encuentros
desafiantes. Sin embargo, bajo el dominio de la exaltación individual y discursiva, el deseo
de decirlo todo, mostrarlo todo, exponerlo todo, circulan trampas
para el conocimiento de sí. Trampas que sirven a la captura de información, que
abiertamente cedemos, que es usada para la manipulación de flujos de opinión y
de consumo dentro y fuera de las redes sociales. Usada para diseñar plataformas
que pueden atrapar nuestra atención y la de los más pequeños, afectando las
formas de ser de la percepción de sí, de la memoria, la inteligencia y hasta
las formas y los sentidos de trabajo.
Ya Foucault había señalado la diferencia entre los llamados a liberarse,
de las prácticas de la libertad. Plataformas como TikTok, Twitter, ahora, X,
Instagram, Facebook y otras, dejan muy en claro que la libertad de expresión no
necesariamente nos hace más libres. En este sentido, el problema, dado que ya
existe la libertad de expresión, no sólo se ubica entre la libertad y la
censura, sino, entre la diferencia de los llamados a la libertad que se definen
más por lo que niegan que por aquello que puede afirmar, y las prácticas de la
libertad, es decir, de cómo se afirman los sentidos que nos vuelven
positivamente libres, lo que conllevan otro ámbito de problematización y de
acción.
Hoy, todo grita: ¡Exprésate! Expresión pública, más o menos expuesta.
Expresión que puede responder a todo tipo de acciones y de reacciones. A veces,
como monólogos que redundan consigo mismos, en soledad; O, cuando la
afirmación de sí es emplazada por la imagen de sí y el éxito o
fracaso dentro de los parámetros de las redes sociales, lo que plantea desafíos
a nivel de los afectos. Donde también puede surgir la pregunta por las
relaciones de poder afectivas más maleables, más susceptibles de cambios,
muchas veces inesperados, pero en las que podemos intervenir, también, estratégicamente.
Foucault nos recuerda que el problema no son las relaciones de poder en
sí, sino cuando las relaciones de poder se fijan y solo se convierten en
relaciones de dominio. Y, el riesgo es el de quedar sujetado, dominado, por
ejemplo, por sentimientos como la ansiedad, o la búsqueda de afirmación o de
reconocimiento; o bien, desde la voluntad de verdad, reproducir formas
discursivas, fijos de formas discursivas de moda que emplazan el lugar de la
palabra; discursos que las empresas y los partidos políticos cooptan para
individualizar sus estrategias.
El peligro es limitar las condiciones, producidas en occidente, que
favorecen el despliegue de los juegos de verdad y de experimentación, “la posibilidad de descubrir
algo distinto y de cambiar más o menos una determinada regla, e incluso a veces
de cambiar en su totalidad el juego de verdad” (Foucault, 1984, pág. 119).
La idea es expresar, abrir espacio a la propia voz, experimentar,
conocer otras voces, desplegar la diferencia al encuentro con otros seres, también, a partir del encuentro entre voluntades de poder de tonalidad
afirmativas y de la producción de fuerzas
activas.
Como bien señalan algunos estudios, lo que las redes sociales
parecían volver posible, y que por momentos parece lograrse, es decir, abrir a
una diversidad de voces, propiciar encuentros insospechados, abrir a la
diferencia de formas de experimentación y potenciar los desafíos,
finalmente es cooptado por empresas que buscan limitar los flujos de deseo
bajo parámetros regulares, de patrones y “perfiles controlables”,
identificables y predecibles que sirven a usos de manipulación política y de
ventas.
De esta manera inundan las redes con tácticas publicitarias,
noticias falsas, creación de conflictos y la exaltación de estados de crisis,
llamando al proceso de enganche con las redes sociales: adicción. Conveniente
descripción con la que dócilmente sometemos, sometiendo al ser, al ser del amor
a escueta condición orgánica, es decir, inconsciente. Sometiendo al amor y al
deseo a la forma de la carencia, necesidad de aceptación, de pertenencia.
Esto tiene efectos profundos, en nuestras vidas, pues, vivimos tiempos
en los que circula el supuesto de que “todo se vale”, pero no nos damos cuenta
de que el proyecto moralizante no desaparece. Ahí, dónde creemos ser más
libres, pueden actuar mecanismos de control, diseminados en las formas con
las que construimos nuestras identidades, por ejemplo, dentro
del mismo ejercicio de las redes sociales y formación de grupos que
exaltan nuevas formas de exclusión.
Hoy, mucho más que en siglos pasados, creemos ilusamente que cuando
pensamos, sentimos y actuamos, lo hacemos por nosotros mismos, en función de
nuestros deseos, gustos e intereses. Habría que preguntar y responder
desde la propia singularidad ¿qué voluntades, qué fuerzas animan la relación
de sí mismo? ¿cómo se relacionan esas fuerzas y cómo es la relación de la
fuerza sobre sí misma, a partir de qué prácticas y qué supuestos? ¿Cuáles
son los efectos de esas prácticas respecto del propio cuerpo y del
pensamiento? ¿Cómo se moldea nuestra sensibilidad y pensamiento?
Y ¿De cómo a partir de la relación consigo mismo puede ser la relación con
los otros?
La trampa está bajo la ilusión del supuesto
de la libertad individual y las formas de la moral que cambian
de contenido, más no necesariamente su forma de plegar a las subjetividades, es
decir de las estrategias como pliega a las subjetividades, manteniendo la forma
de la identidad en su elemento aislado, particular, discursivo.
De esta forma se crea la burbuja que fija una forma de
relación de uno con uno mismo, incapaz de producir la diferencia de
sí mismo, sobre todo, respecto al ejercicio de otras formas de gobierno y de
poder. Forma predominantemente imaginaria y de simulacro, formas
humanas, que han reducido su sentido a los parámetros psico-biológico,
histórico – sociales; renunciando a lo que había en el hombre de eterno e
inacabado.
Formas identitarias que se afirman más por lo que niegan que
por lo que afirman en sí. Es decir, que tiende a fijar las formas de
ser, de sentir y de pensar mediante algún discurso dominado por
una voluntad de verdad excluyente y moralizante. Voluntad de
verdad que convierte a la negación reactiva en el pilar de su moral;
la forma de la contradicción, la competencia y el conflicto, motor de
su movimiento.
Formas de saber que necesita que se les ceda el poder y el lugar de la
sola verdad. Y que, por eso mismo, hace que la forma de la verdad esté
permanentemente en crisis; o que se le niegue y así justificar cualquier
acción, cualquier acto, hasta el absurdo de confundir los terrenos de lo
verdadero y lo falso, con los de la veracidad y el franco engaño, es decir, la
mentira. La
idea es cuestionar como se construyen las identidades, pero también, la moral
occidental, de cómo hoy en día se construye los sentidos de sí mismo.
Ahora bien, “quien quiera hacer la historia de una
“moral” debe tener en cuenta las diferentes realidades que oculta la palabra”
(Foucault 1998, pág. 29). Toda moral implica dos aspectos: el de los códigos de
comportamiento y el de las formas de subjetivación. Aspectos que no pueden
disociarse del todo salvo con fines teóricos (1998, pág. 30).
El primeo de estos se refiere a un determinado
“conjunto de valores y de reglas de acción que se proponen a los individuos y a
los grupos por medio de aparatos prescriptivos diversos… Se llega al punto en
que estas reglas y valores serán explícitamente formulados dentro de una
doctrina coherente y de una enseñanza explícita. Pero también se llega al punto
en que son transmitidos de manera difusa,” en la que diferentes reglas y
valores se yuxtaponen o entran en contradicción, lejos de formar un conjunto
sistemático.
“El segundo aspecto se refiere “al comportamiento
real de los individuos, en su relación con las reglas y valores” que tanto y
cómo se les acepta o se les resisten. (Foucault, 1998, Pág. 26); a “las
diferentes maneras de conducirse moralmente… no simplemente como agente, sino
como sujeto moral de tal acción”. (1998, Pág. 27), es decir, los modos de
sujeción, o, “a la forma en que el individuo establece su relación con esta
regla y se reconoce como vinculado con la obligación de ponerla en obra”; otra
diferencia consiste “ en la forma de elaboración, de trabajo ético que
realizamos en nosotros mismos y no sólo para que nuestro comportamiento sea
conforme a una regla dada, sino para
intentar transformarnos en sujeto moral
de nuestra conducta”; por último, está lo que podemos llamar “tecnologías del
sujeto moral”, es decir, “una acción moral tiende a su propio cumplimiento;
pero además intenta, por medio de éste, la constitución de una conducta moral
que lleve al individuo no sólo a acciones siempre conforme a ciertos valores y
regla, sino también con un cierto modo de ser, característico del sujeto moral”
(1998, Págs. 27-28).
Así, “en algunas morales el acento recae, sobre
todo, en el código, su sistematicidad, su riqueza, su capacidad de ajuste ante
todos los casos posibles y de cubrir todos los dominios del comportamiento; en
estas morales, lo importante debe buscarse del lado de la instancia de
autoridad que exalta el código, que impone su aprendizaje y observancia, que
sanciona las infracciones... Al contrario, podemos concebir morales en las que
el elemento fuerte y dinámico debe buscarse del lado de las formas de
subjetivación y de las prácticas de sí… el acento recae entonces sobre las
formas de relacionarse consigo mismo, sobre los procedimientos y las técnicas
mediante las cuales se las elabora, sobre los ejercicios mediante los cuales
uno se da a sí mismo como objeto de conocimiento y sobre las prácticas que
permiten transformar su propio modo de ser” se trata de morales orientadas más
bien a una ética. (Foucault, 1998, págs. 30-31)
Foucault nos
recuerda que, sería inexacto reducir las diferentes morales cristianas a un
modelo de formación jurídico, de sometimiento del individuo a leyes bajo pena
de culpa y castigo. “pero quizá no sea
falso pensar que la organización del sistema penitenciario del siglo XIII y su
desarrollo hasta las vísperas de la reforma provocaron una “juridización” muy
fuerte -una codificación en sentido duramente estricto- de la experiencia
moral: contra ella fue que se levantaron muchos movimientos espirituales y
ascéticos que se desarrollaron antes de la Reforma” (Foucault, 1998, Pág. 30)
Así, la moral que heredamos de cierto catolicismo y
de las prácticas protestantes podrían vincularse, quizá no del todo
conscientemente, con modos de sentir moldeados bajo la forma de dominio de códigos morales que convierten el tiempo vivido en una
carga pesada siempre por recomenzar, con la esperanza en el futuro postergada.
Pero la moral pretendidamente liberal, también actúa en cualquier supuesto que,
creyendo defender el valor intrínseco del presente, el valor del propio
sentimiento, del aquí y ahora, no hace más que defender el valor de determinado
status quo, de aquel que, negando la vida, convierte el presente en
fatal olvido y conveniente desmemoria.
Si bien, hoy, la
moral se constituye como elección única e individual, tiende a invisibilizar
sus raíces históricas y colectivas, es decir, su efecto particularizarte. La
moral que heredamos de la ilustración nos enseña a mandar obedeciendo, es por
eso lo que produce la dualidad subjetiva conformando, así, una determinada
forma humana. Moral que tiende a volverse totalitaria, incluyente en la misma
medida en que capitalizando y produciendo series de fuerzas reactivas,
instituye formas de exclusión. La inmoralidad es la contracara de la moral, no es
su bálsamo.
La moral cuando es
totalitaria es el tiempo convertido en telaraña. Trátese del supuesto que sea,
está más allá de cualquier valor (Foucault, 1998, pág. 29): deberías ser feliz,
deberías gozar, deberías trabajar, deberías ser fuerte y sano, deberías
casarte, deberías ser soltero, deberías ser monógamo, deberías ser polígamo,
deberías ser caritativo, deberías ser rebelde, deberías divertirte, deberías
ser más serio, deberías esforzarte y tener hijos, no debería tener hijos.
Esta moral no está en
los qué, sino en los deberías y en cómo están agenciados colectivamente,
articulados discursivamente, confesionalmente y conformados por la dualidad subjetiva, restando
singularidad al devenir entre cuerpos y restando conciencia a la acción
posible. La moral, así construida, es más como un aguijón enterrado en el alma.
Como pendiente constante. Como enredadera que devora la savia de la voluntad.
No está en lo que hagamos sino desde dónde se hace lo que sea que se
hace.
No importa, puedes
seguir la tradición y no ser determinado por la moral, puedes creer que estás
revolucionando las costumbres y convertirte en un dictador, un totalitario en
nombre de nuevos valores. Puedes ser moral y con un poco de suerte, estar en
camino de afirmar las fuerzas de la vida, o no, como si la moral también
pudiera servir de puente. Se necesita suerte, pues, la moral es lo que tenemos
a falta de amor de vida y de esta tierra. Ser moral es en lo que nos
convertimos a falta de fuerzas de vida y de espíritu. Como nos recuerda
Zambrano, (Zambrano), falta, convertida en implacable justicia.
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