Hace tiempo visitamos una comunidad Mazateca que habitaba un conjunto de pequeñas Islas en Veracruz muy cerca de Tierra Blanca. Queríamos aproximarnos a diversas formas de entender al cuerpo. Entre ritos, mitos e historias acompañadas de extraños acontecimientos y masajes, experimentar diversos sentidos de la salud y de la enfermedad; sentidos articulados con nuestras formas de existencia y el mundo que habitamos.
La Isla, habitada por un guardián de saber milenario, sus dos esposas y sus hijos, era muy hermosa. Había unos cuartos de madera separados y no muy grandes con suelo de tierra. Uno de estos cuartos estaba destinado para atender a los enfermos. Había un dormitorio para la esposa de mayor edad y otro para la esposa más joven y sus hijos. Había una cocina comunal con una gran mesa de madera, estufa de barro, los anaqueles de madera llenos con utensilios de cocina, donde preparaban los pescados recién sacados de la presa. No había servicio de luz, ni sanitario, no había refrigerador o aire acondicionado, había letrinas y cubetas que llenaban con agua de la presa para bañarse. Había un establo con pollos y gallinas, afuera una vaca, y a lo lejos varías cabezas de ganado.
La Isla, habitada por un guardián de saber milenario, sus dos esposas y sus hijos, era muy hermosa. Había unos cuartos de madera separados y no muy grandes con suelo de tierra. Uno de estos cuartos estaba destinado para atender a los enfermos. Había un dormitorio para la esposa de mayor edad y otro para la esposa más joven y sus hijos. Había una cocina comunal con una gran mesa de madera, estufa de barro, los anaqueles de madera llenos con utensilios de cocina, donde preparaban los pescados recién sacados de la presa. No había servicio de luz, ni sanitario, no había refrigerador o aire acondicionado, había letrinas y cubetas que llenaban con agua de la presa para bañarse. Había un establo con pollos y gallinas, afuera una vaca, y a lo lejos varías cabezas de ganado.
Aquel espacio abría una forma de correr el tiempo distinto, habitado por los ritmos de la tierra, cálida por las mañanas, atravesada por fuertes vientos y lluvias por las tardes, el fluir del agua de la presa, el arrullo de múltiples insectos y pájaros.
Entre risas de niños jugando, el tono sereno de la lengua mazateca y las oraciones entrelazadas con los ritmos de la Isla, se desbordaba el espacio inundando los sentidos. Ritmos que decían al cuerpo, cómo esa pequeña comunidad no era pobre, que la pobreza también es una experiencia articulada con las formas de riqueza que se suponen y se persiguen. Risas que tocaban al vientre preñándolo de prosperidad, de un contagio excesivo, de un movimiento que abría al ser de lo sensible; certeza de ser risa; certeza de ser oración que abría la percepción del misterio de estar vivos. Ese espacio tan íntimo, el de la sensibilidad que despertó con la fuerza de las plantas, emergía como un campo de fuerzas y de sentido capaz de escapar a todo sentido de finalidad, de proyecto y más aún de objeto conocido. Movimiento que inundaba todo, como una multiplicidad productora de una misma realidad sin agotarla. Abría a un instante de cuerpos permeables y fluidos, mostraba al ser de lo sensible como uno y a su vez distinto que abría diversos sentidos de la vida y de la muerte.
Una noche, todo parecía en paz y tranquilo, no sabía hasta que punto daba por hecho que habitamos un cosmos que también nos habita; de lo extraño que es el sentido de orden, de continuidad de los ciclos, de la diversidad de seres presentes que hacen posible a esta forma de vida. No daba cuenta, pues la más de las veces, me ocupaban una serie de obsesiones con las que saturaba al tiempo, pesaba sobre mi pecho una tristeza a la que ya me hallaba acostumbrada desde hacía mucho, como esas tristezas que nos habitan sin cuestión ni argumento, pero que se extienden entrecerrando la garganta y oprimiendo al pecho.
Esa noche, recostada en el piso de tierra, un hormigueo recorrió la piel penetrando al cuerpo que se disolvía en ese ritmo adormecedor que la tierra hundía y devoraba, abriendo un instante de oscuridad suspendida y sin forma, de la que emergió un flujo desbordante de realidades, como el pasar de un sueño tras otro, entre despertares y olvidos. Así, de uno de esos sueños vividos apareció el sentimiento de ser planta cuya sensibilidad se extendía a todas las direcciones imaginadas, como una danza, suave, de gozo extremo, ilimitado.
Entre sueños que abrían a otros sueños, a otros cuerpos y espacios inimaginables, volvía un cierto sentido del recuerdo de mi misma, apenas como el trazo de una línea tendida, como si fuera uno de los trazos que simultáneamente conformaban el espacio que emergía, como un fragmento de ser isla, más, sin poder de movimiento ni de palabra, la noche parecía detenerse, nada fluía, nada pasaba, era la visión de la ausencia de movimiento absoluto, la noche parecía fuera del tiempo, y el espacio emergía apenas como el sentido de un fragmento suspendido, de nada y para nada posible, el terror inundó esos extraños sentidos sin cuerpo organizado que presentía la risa aterradora del absurdo. Era la percepción desplazada, detenida o fluida, movimientos parecidos al de los sueños, más, con un sentido más vívido.
De vuelta a esta vida mía, con la certeza de no haber agotado ninguna experiencia, ninguna forma de pregunta o de respuesta posible, una cosa era segura, la tristeza y la opresión con la que tanto tiempo había conformado parte de mi acervo identitario se había disuelto como terrón de azúcar en el agua que fluye; los sentidos avivados, más despiertos y fluidos. Sí, algo abrió aquella extraña y desbordada memoria, la posibilidad de encarnar el movimiento excesivo de flujos vivos en lo que pareciera antes insignificante, trivial y rutinario de la percepción habituada.
Una noche, todo parecía en paz y tranquilo, no sabía hasta que punto daba por hecho que habitamos un cosmos que también nos habita; de lo extraño que es el sentido de orden, de continuidad de los ciclos, de la diversidad de seres presentes que hacen posible a esta forma de vida. No daba cuenta, pues la más de las veces, me ocupaban una serie de obsesiones con las que saturaba al tiempo, pesaba sobre mi pecho una tristeza a la que ya me hallaba acostumbrada desde hacía mucho, como esas tristezas que nos habitan sin cuestión ni argumento, pero que se extienden entrecerrando la garganta y oprimiendo al pecho.
Esa noche, recostada en el piso de tierra, un hormigueo recorrió la piel penetrando al cuerpo que se disolvía en ese ritmo adormecedor que la tierra hundía y devoraba, abriendo un instante de oscuridad suspendida y sin forma, de la que emergió un flujo desbordante de realidades, como el pasar de un sueño tras otro, entre despertares y olvidos. Así, de uno de esos sueños vividos apareció el sentimiento de ser planta cuya sensibilidad se extendía a todas las direcciones imaginadas, como una danza, suave, de gozo extremo, ilimitado.
Entre sueños que abrían a otros sueños, a otros cuerpos y espacios inimaginables, volvía un cierto sentido del recuerdo de mi misma, apenas como el trazo de una línea tendida, como si fuera uno de los trazos que simultáneamente conformaban el espacio que emergía, como un fragmento de ser isla, más, sin poder de movimiento ni de palabra, la noche parecía detenerse, nada fluía, nada pasaba, era la visión de la ausencia de movimiento absoluto, la noche parecía fuera del tiempo, y el espacio emergía apenas como el sentido de un fragmento suspendido, de nada y para nada posible, el terror inundó esos extraños sentidos sin cuerpo organizado que presentía la risa aterradora del absurdo. Era la percepción desplazada, detenida o fluida, movimientos parecidos al de los sueños, más, con un sentido más vívido.
De vuelta a esta vida mía, con la certeza de no haber agotado ninguna experiencia, ninguna forma de pregunta o de respuesta posible, una cosa era segura, la tristeza y la opresión con la que tanto tiempo había conformado parte de mi acervo identitario se había disuelto como terrón de azúcar en el agua que fluye; los sentidos avivados, más despiertos y fluidos. Sí, algo abrió aquella extraña y desbordada memoria, la posibilidad de encarnar el movimiento excesivo de flujos vivos en lo que pareciera antes insignificante, trivial y rutinario de la percepción habituada.
Las plantas sagradas abren a modos de percibir distinto; a la posibilidad de entrelazar diversos modos de sentir y percibir desafiantes como herramientas. Las plantas son una puerta, nos muestran lo ilimitado de las formas de lo sensible y de lo perceptible. Mostrando así, un campo a explorar más allá del uso de las plantas en sí, es decir, muestran un trabajo posible de lo cotidiano.
Así, por el deseo, el cultivo o el uso de los medios que se elijan podemos sentir al cuerpo como una
multiplicidad de experiencia inagotable, abierto; y, en cierto sentido, distintos si vivimos en ciudades, que en
el campo, o en zonas rurales. Formas que no son fijas, pues las miradas pueden tender puentes y exceder el dominio de sus posibilidades. "Pues no se necesita de un tiempo infinito para explorar un infinito de posibilidades, basta con que el espacio sea infinitamente subdivisible" (Deleuze). La forma de los propios malestares no es ajena a
la economía de consumo que nos atraviesa, por ejemplo, en la conformación de cuerpos rutinariamente cansados. Pero, más que culpar al mundo o a uno mismo, el saber de las plantas entretejidas a lo sagrado mostraban el intento de abrir en uno al ser del mundo. No al mundo en general, no sólo analíticamente. Así, partir de experimentar con lo que en uno se presente sintomático, abrir su multiplicidad, que es la multiplicidad que somos y que conforma los cursos posibles de lo sano y de lo enfermo.