martes, 17 de diciembre de 2024

Carne de Dios

 Carne de Dios 


¿Los abismos, los inframundos de los que nos hablan los mitos prehispánicos, son equivalentes con el infierno cristiano? 

 

Pensamos que los abismos señalan umbrales de sensibilidad que hacen posible el devenir entre cuerpos.


Abismos oscuros, terriblemente oscuros como terriblemente luminosos; que se encuentran al límite de esas franjas sombreadas del cuerpo ya como territorio organizado por el mundo imaginario y simbólico, para crear puertas y ventanas, para los sentidos adormecidos y a veces enfermos. 


Así, toda experiencia interior, abismal, no preexiste a su despliegue y recorrido. Los abismos son lo maquínicamente perverso del cuerpo. Franjas de producción de lo visible; recorridos atópicos de lo imposible. 


Esta experiencia, viscosa, voraz, obesa, asesina, al devenir, como los sueños se vuelve fluida. Intempestivo descender la propia tumba a los inframundos. 

Vientre abismal de la tierra en nuestros cuerpos. Emergiendo de la inmundicia de las entrañas que la tierra consume y consuma para un nuevo renacer.


De lava hirviente emana el vapor envolvente y la oscuridad que desciende para ver con renovados ojos. 

En la oscuridad, el calor hace salir a las superficies lo oculto. Lo que nos resistimos a ver. El sufrimiento, el dolor fluyen como flujos consumados como la leña con el abrazador fuego.  


Morimos y renacemos con el fuego


Algo de la madre tierra se infiltra, se cuela y penetra sembrando una llama tremendamente viva, como semilla que brota de la oscuridad, de lo más profundo, de esa fuerza que aquí llamábamos Tonanzin que, también es Maria y Myriam. 


Gozo demencial, brotando oscuro de ser amante tierra. Oscuridad que crece en la medida que disuelve. 


Desciende certera la luz del día, y, la luz oscura que alumbra de noche nuestra tierra madre. Madre de las viejas curanderas, continente para la lubricidad de las brujas.


 Y cuantos sacrificios por abrir, necesariamente abrir, pues que abierto estaba un saber sagrado, a quienes huimos de experimentar nuestros infiernos y recorrer nuestros 

abismos. 


Nota


1] “Uno de los intereses profundos de los libros de Castaneda, bajo la influencia de la droga o de otras cosas, y del cambio de atmósfera, es precisamente el mostrar como el indio llega a combatir los mecanismos de interpretación para instaurar en su discípulo una semiótica presignificante o incluso un diagrama asignificante: ¡Para! ¡Me fatigas! ¡Experimenta en lugar de significar de interpretar! ¡Encuentra tú mismo tus lugares, tus territorialidades, tus desterritorializaciones, tu régimen, tus líneas de fuga! ¡Semiotiza tú mismo en vez de buscar en tu infancia prefabricada y en tu semiología de occidental…! “Don Juan afirma que para ver necesariamente hay que detener el mundo. Detener el mundo expresa perfectamente ciertos estados de consciencia en el curso de los cuales la realidad de la vida cotidiana es modificada, y esos sucede precisamente porque la corriente de interpretaciones, de ordinario continua, es interrumpida por un conjunto de circunstancias extrañas a esa corriente”. 


 Deleuze G., Guattari F. 

Mil Mesetas, capitalismo y esquizofrenia, Ed. Pre-textos. 2002 (P.141-142)


142)

De la tierra

 


¿Qué significa hacer tierra, hacerse uno con la tierra?


Me cuentan que los elefantes caminan grandes distancias; que sus patas, especialmente  las de los más viejos, son muy sensibles, redondas y rugosas, que como unos tímpanos pueden sentir a la distancia el vibrante golpeteo de las gotas de lluvia en la tierra. Entonces, los elefantes al mando saben cómo orientar sus pasos y guiar a su manada para calmar su sed.


También sabemos que los perros son fieles compañeros. Su fino olfato, de tan receptivo puede distinguir, entre una gran gama de  olores, los de diferentes estados anímicos de sus humanos compañeros, de quienes perciben  hasta su ausencia. 


Conocemos los mitos del chihuahua y el xoloitzcuintle de tierras tan ancestrales, que pueden descender a los inframundos.


Sabemos que los gatos, compañeros de las brujas, ensueñan; ligeros, ágiles y flexibles saben descargar y transformar las energías; y que los orangutanes conocen las plantas con las que preparar emplastes para curar sus heridas. 


No es un secreto que las bandadas de  gansos,  al alinearse en V, en el aire, convierten al viento en su aliado para volar  veloces y ligeros.


Los pulpos son conocidos por ser grandes estrategas; pero cuando están muy mal heridos saben encontrar algún refugio oscuro para descender a un sueño  profundo, cercano a la muerte para sanar.


Aprendimos que las hojas de las plantas pueden moverse en dirección del sol para alimentarse; y que los órganos reproductivos de los árboles, en las flores, se encuentren expuestos, abarcando lo más alto de sus copas, sensibilizando toda su superficie. Me pregunto ¿cómo se sentiría la propia piel, deviniendo árbol en flor?


Si eso que llamo hacer tierra no me lleva a ser más que yo misma, sino penetra y me saca de mis resguardos discursivos. ¿ Entonces de qué teatro estaría hablando? ¿De reciclados discursos al servicio de las nuevas religiones; de ser Terra amiguis, ambientalista conscientemente culposo de la nueva moral. 

Me gustaría más devenir animal y preguntar a los árboles como sembrar raíces. 

Bueno, ya le pregunté a tres, con mis manos y, ¡Pasumadre! que  sí responden.

Despierta

 Asfixiada, la vida se escurre entre barrotes, que vigilan los guardias y policías del pensamiento.


Desciende la apatía embelesada de su falta de estremecimiento. Desprecia el cuerpo, desprecia sus intersticios. De puntitas camina la apatía para no ensuciarse; incapaz se ha vuelto de salir del laberinto, para explorar sus superficies sin agotarlas; incapaz de acariciar los nudos de las fibras más sensibles; queda el cuerpo adormecido y un viento frío penetra las entrañas.


En ausencia del fuego interior, el deseo aparece como acto figurado, sólo figurado. Reina la apatía en ausencia de movimiento vivo.


Constriñe y seca la apatía; enmascarando los vacíos con su adormecedor susurro: “nada importa”. 


Sigo sus hilos a medio tejer, más allá de estos resguardos policiales; invocando el tiempo que vuelva fluidos y vibrantes los espacios. Tal como hacer fluir una escena literaria, fílmica o musical. 


Y afuera, llueve y se humedece la tierra; Elohim, irrupción del instante capaz de dar a luz voluptuosidades silenciosas, voy a la caza de sus signos figurales, más que solo figurativos, intensivos, más que solo discursivos. Sopla el viento, Elohim, capaz de disolver los laberintos y los enredos.

   

 Despierta la sensibilidad medio encendida de los paisajes tras las sombras de estos teatros privados. Pierdo el respeto a las formas de expresión vueltas hacia un lento y tortuoso suicidio. Como personajes de una pesadilla sin rastro de vida interior; a la espera, siempre a la espera. Pero, por esto mismo, personajes apagados, vaciados, con los que la eternidad puede sorprender, como si de un medicamento homeopático se tratara, movimientos tortuosos y devenires, entre ritmos vitales de variable intensidad, sí, "no importa, nada importa”. Nada importa, y un estremecimiento de inmensidad atraviesa mis entrañas.  


Lo mismo en el teatro que en la vida misma, interpretar no es cosa opcional; lo es asumir y jugar con los relatos que nos cuentan qué nos contamos. 


Voy a la caza de los bloqueos y las líneas de fuga. Aligerar el propio cuerpo; cuerpo que sabe ligero, que sabe soltando, asimilando, sintiendo, siendo cuerpo Elohim, cuerpo de lluvia eterna. Pues, ¿qué escenificación, qué tejido de espacio y de tiempo que la inmensidad no disuelva generosa?


Despierta, despierta desde cualquier umbral, desde cualquier sentir o punto de enunciación, más allá de los tejidos de enunciación, el árbol de las vidas y del conocimiento. 


Más que humano

 Más que humano es mi cuerpo que se transforma en agua.  Más que humano el sonido del silencio. 

Más que humano es el rocío abrazador de los grillos; como el vaivén de mi vientre al son de la luna llena; como la imagen divina entregándose a los sentidos. Catedral incendiando los pies que se descalzan. Ser incandescente tonatiuh, y esta piedra danzarina hasta las estrellas. 


Pero ellos jamás serán testigo. Ellos de encumbrada sordera, enfermos de desprecio, borrachos de sí mismo.  


Ciegos de celos, sintiendo germinar las semillas. Celos asesinos de niños y de los dioses que hoy resucitan a la tierra, de su sangre fecundada hasta su centro. 

 

Pues, tan humano se volvió su temor de ser devorados. 

Dicen afirmar la diferencia, pero ellos llaman diferencia a todo lo que no pertenece a su cerco amurallado.


Mas es tan humano fijar y resguardarse, como lo es que los sueños despierten a la vigilia, y poder imaginar y crear nuevos mundos. 

Pero, tan humano se volvió desdeñar sentir y temer los augurios de la noche y pensar la locura, y vivirla. 

Y tan natural preocuparse y ocuparse y lamentarse y compadecerse. Y tan natural ceder el poder del gobierno, del sentido y de los sentidos. 

Y tan normalizados los pequeños placeres y antes que nada desconfiar y rechazar lo desconocido. 

Fijar los dioses, embalsamarlos y fijarlos deseos, amoldarlos, cristalizarlos. 

Y tan perdidizo el deseo en el cansancio al pasar el tiempo; tiempo del mundo que ha perdido su multiplicidad. 

Quién se cree justificado en su desprecio.

La imaginación

 La imaginación, en su andar despertando en el tiempo, se asemeja a ese despertar del ámbito de los sueños cada mañana. Algo se guarda, algo se quiere, algo parece detenerse y sólo queda la sensación de un puro brotar deseante, oscuro, luminoso, excesivo, un algo que tiene que ver con inciertos parajes para nuestra razón; pero que no por ello se contradice con el orden, con lo diferenciado, sino que hace del orden mismo un exceso, una provocación. Imaginación corporizándose, dando cuenta de sí como si fuera el germen de múltiples memorias o, más allá, como si las memorias mismas se desplegaran. Breve instante que siempre revela un comienzo, un despertar donde parece dibujarse una mirada, un querer; principio discernible, pero en juego que parece esfumarse al transitar, sin más, por las rutinas del día a día. Rutinas que cuando son gobernadas por la compulsión de llenar los huecos, saturar el vacío, hacen posible un pensamiento que ya no puede más que atraparse, repetir y repetirse hasta agotarse.  


Así, el resentimiento, esa fuerza reactiva que podemos ser como efecto de fijar ciertos afectos y, por tanto, fijarse y repetirse uno mismo. Sustantivamos el vacío y nos separamos de él, lo ponemos fuera sin dar cuenta que en este acto también lanzamos afuera nuestros afectos, lo que los vuelve ajenos, es decir, no nos reconocemos en ellos, perdemos el sentido de devenir de las fuerzas singulares que nos atraviesan, perdemos el sentido mismo de deseo que habita todo afecto como un verdadero proceso productivo. Mas lo que hemos lanzado fuera retorna como impuesto: íntimo y ajeno a la vez y se produce una manera de sentir o, mejor dicho, un sentimiento esencialmente reactivo. Sentimientos y afectos que al manifestarse reactivos nos poseen entretejiendo el olvido de su vital maquinación; Reducidos a alimentar los ritmos imaginarios que son ya gestos, posturas, cortes y flujos atrapados al interior de una escena teatral que debilita.  


El pensamiento como proceso, por el contrario, puede fluir excesiva y mortalmente en una danza, un serpentear entre materias y afectos, entre vacío y deseo, revelando la multiplicidad de  de la que no nos sabíamos; inaprensible a una realidad dada que tiende al exceso; de aquello que es continuo devenir, y que nos desafía justo donde más resistimos. 


María Zambrano nos recuerda que el vacío, hace posible el fluir del presente, la irrupción del devenir. Los imaginarios, son brotes de deseo, construcción de parajes, de decretos, de relatos,   de historias. Más cuando queda obturado el vacío, se producen sentimientos y pensamientos que evitan explorar parajes excesivos; se fabrica ese ámbito en que el no-ser queda recluido en las galeras del puro horror, de la locura, de la perdición. Y el saber múltiple, sólo será lanzado a la inconsciencia.  


Y para quien despierta, apenas el presentimiento de algo que pudiera excederle es pronto suprimido. Pero, en la esfera viva de la imaginación se trata no sólo de reconocerse en aquello ya formado, sino también en aquellos procesos de formación o, incluso, de deformación. Luz o intensidad que hiere, fisuras del orden esperado. Es el dolor tanto como el placer un cierto umbral que vuelve visible lo invisible: el cuerpo. Muestra según su intensidad los excesos por los que el ser que somos se desborda y se produce, o bien, aquellas avenidas que hemos replegado; o los nichos ahuecados secos y rígidos por los que ya nada puede circular fluyente. Queda el cuerpo invidente queriendo arrobar a la imaginación sus ojos, queriendo abrir, de cada herida, una puerta única a sus sentidos, singular, como un fuego que afecta lo que a su paso encuentre, devorando quizá el propio cuerpo; fuerzas, impulsos simplemente inevitables e ineludibles, fuerzas que han de manifestarse en algún sentido, pues que es también el sentido de su querer. Más el dolor atrapado en el ámbito de ciertos imaginarios,  en el ámbito de ciertas disciplinas sólo señala un camino posible: la enfermedad, la neurosis. Y el sujeto que padece, la más de las veces, queda atrapado en un sinfín de relaciones de poder y relaciones de saber que lo separan de su propia experiencia del dolor. 


Si bien el cuerpo, la experiencia sensible o perceptible que tenemos de él, se moldea a partir del mundo que habitamos, es cierto, también, que podemos experimentarlo de otra manera cuando nos abrimos al fluir de la imaginación y del sentir más vivo. La imaginación despierta vivamente nuestras fibras sintientes, nuestros acuerdos, más cercanos al poder de sentir. Cuando ella se despliega, se fractura el tiempo, irrumpe en él y nos muestra otros rostros, más intempestivos, más cercanos al devenir, al ritmo de los cuerpos. No organiza paradas, sino que introduce en ellas el devenir y abre paso a la experiencia de lo figural que no es el fluir sin más de los cuerpos, sino fluyentes destellos de visibilidad entre cuerpos: destellos permeables y penetrables que muestran la porosidad, los pliegues, los intersticios que trazan los flujos en esa su movimiento. Movimiento ligada con los afectos y los efectos que se producen entre cuerpos y sus encuentros y desencuentros. Visibilidad irreductible al campo que llamamos visual. Cuerpo irreductible a un campo organizado.  


Así, al imaginar se despiertan las memorias, memorias del cuerpo, que si bien pueden ser interpretadas, nos abren a un mar de ritmos, a un sentir maleable, y múltiple. Multiplicidad de fuerzas aún demasiado maleables. Imaginar tan cercano al palpitar creador. Querer que cosmiza y manifiesta cosmos, que es también cosmos. Apertura donde confluye lo ilimitado de múltiples fuerzas con el cuerpo emergente, siempre emergente, en continuo movimiento, por ello, fuerzas que el cuerpo ha de saber. ¡Y cuántos sentidos de saber! Pues que no se trata de objetos, cosas o conceptos sino de sentidos y de cursos sin referente a una totalidad cerrada sino a aquella otra entre materias y fuerzas reactivas y activas; acciones y pasiones, pensamientos y voluntades en juego.  


Imaginar, desafío para cualquier imaginario reinante, pues en ello se despliega la fuerza y el deseo de experimentar; abertura por la cual la “visión” se encarna sintiente; pensar que muerde la existencia y algo más; emergencia de flujos de ensueños que bailan haciéndose cuerpo y que, de ser preciso, se precipitan, se fijan o devienen signo. Cuan furtivas y superficiales serán las memorias al sólo fijarse, mas no imposible evocar los flujos, mas no imposible el deseo de no perderlos, que es lo mismo que no querer perderse. Memorias de trazos apenas aprehensibles, ni figuras fantasmales ni representaciones de cosas. Intensidades y flujos, flujos materiales que avivan al cuerpo, a las memorias del cuerpo.

La culpa

 La culpa


Acechando, trazo el mapa intensivo que la culpa dibuja desde mi cuerpo. Siento emerger su núcleo desde lo profundo de mi plexo solar; fijo, apretado como corsé que envolviendo a mis riñones irradian un pulso acelerado, afilado y duro que se extiende haciendo nudos en mi garganta. En mí, la culpa se alía con la ansiedad que borbotea hasta la parte posterior de mis brazos y piernas como balde de agua fría revuelta, que me despierte, invariablemente a las tres con tres de la madrugada, insomne.

No creo que la culpa sólo sea una trampa, pero sí que está entrampada. Escucho la multiplicidad de voces que parecieran surgir de mi cabeza. Las voces del mundo que importo, de entretejidos argumentos que envuelven un sentido certero de exigencia; de algún “¡debiste!”, “¡deberías!”… pero… de algo que solo subsiste en el ocultamiento, ensombrecido. Y que, miente, porque se presiente a medio camino detenido, deshilado, inadecuado, sin saber bien a bien por qué y de qué.

La culpa no prendería sin este presentimiento de amenaza, que no es lo mismo, que de peligro. 

Amenaza, quizá, frente a una incumplida promesa, una transgresión, una deuda sin saldar, un gravísimo error, un reclamo. La culpa pide y exige respuestas. Más, algo decisivo ocurre al lanzar la culpa por fuera, importando poco si en su lugar aparece algún culpable, un otro, o, si me creo a solas culpable, más, sin ahondar en ese sentimiento. 


Podría persistir esta culpa de no sentir que estoy sujeta a juicio? Ese que pone en entredichos nuestra vida ¿Podría persistir sin este sentimiento omnipresente de sentirme mirada por otro? Ese sentir el peso de la mirada crítica. Y, parafraseando el curso de “Don Juan” de Bojutojú de Telegram: “¿Tendría algún poder la culpa, si acaso le respondiere, como al llamado de unos signos por descifrar desde la vida propia? Más no ya desde los argumentos del mundo que he importado, porque me han importado y fijado en su crudeza. Aún cuando se evidencie que a nadie en verdad le importa. Y ¿si dejase de importar esta luz refleja, espejeante, entretejida de múltiples importancias personales?” Pero ¿cómo? 

Evocando las palabras del curso “Árbol de las vidas 2024”de Bojutojú de Telegram: “Duele, duele adentrarse porque el adentro no preexiste a estos movimientos por los que pueda adentrar la luz, fundadora de toda interioridad de la carne. Duele desasir las alianzas, los pactos de uniformidades familiares. 

Pero, hay una inteligencia muda y milenaria en la culpa, aún, en lo más profundo.   Movediza y esquiva; flexible como serpiente venenosa que sabe doblegar a las manifestaciones divinas; pues que de la culpa no se origina un bien, sino una forma de servidumbre. Esa a la que Luzbel respondió “Non serviam”.” (Curso Árbol de las vidas 2024)

Pero la culpa, más humana que demoníaca sirve al sometimiento del dios que todo hombre está llamado a dar a luz desde sus enmarañadas y oscuras entrañas. 

La culpa enmarañada es el sello de la forma humana en su fijeza, en su equilibrio, cuando no es su forma de enmudecer la propia vida, anclada en la negación y el resentimiento. 

Más, el punto más escurridizo de la culpa, divinizado, es ese lugar del cual nos parece surgir el equilibrio, (lugar de donde surge la ley), simbolizado por la balanza. La culpa como unidad de medida del equilibrio. 

La culpa se alza así, imperecedera cuando no cree necesitar justificación, pues que ella misma se coloca como exigencia y soporte de toda justificación culposa. “¡Usted no es culpable por esto o por aquello, usted es culpable por el hecho de estar vivo! Humanamente vivo. Usted nació, sin saberlo, endeudado.” Es verdad. En un punto no hay fisuras en el

argumento pactado. 

Pero, quizá, para estar vivo, realmente vivo, como nos recuerda Bojutojú, se requiera afirmar todo el mal posible. Y responder, responder, además, con todo el cuerpo. Adentrarse en la culpa y responder. Es decir, más allá de estas fijezas discursivas que detienen los sentidos culposos y su despliegue, su más completa revelación, es decir, de su manifestación viva en la creación. 

La culpa irradia, primero que nada, como sensaciones condensadas, mezcladas, trampeadas desde un laberíntico espejo que oculta lo más oscuro de su reveladora luz corpórea. Afirmó pues mi ceguera, bajando a lo más oscuro de la caverna. Aprendiendo a ver en la oscuridad como un ciego acéfalo y sin palabras. 

La culpa como signo,  va revelando desde las entrañas su esplendor, por un lado: presagio por descifrar. La amenaza esconde un peligro inminente, aún, si este fuera imaginario, o, se concretase, por una deuda no saldada, por un reclamo, una  transgresión, o, simplemente, como signo cercano a la muerte. “Como signo de una muerte anunciada” diría el poeta. Pero quizá, y por esto mismo, cercana al llamado de la acción creadora,  como desafiante respuesta de desasimiento, despertando la rebeldía más profunda. Y, también, como antesala de nada. No pide mas que entrar, y poseernos, para por fin , poder poseerse a sí misma. “No resistas al mal” nos recuerda el texto sagrado. 

Se habré la raja, como la nombró Don Juan Matus, al ser poseído intensamente; esa por donde se nos escapa la vida, y que es la misma con la que nacemos. Los filamentos de la culpa se descomponen y un gozo profundo se despliega al atravesar todas las resistencias al dolor, a la vergüenza. El pulso, antes amenazador, cambia, y la culpa se sabe a sí misma ascendiendo  hacia la luz,  viviente; abriendo caminos se conoce, cosmiza con los ritmos que no sabía, se deshace. 

Renace primero, como ritmo, como movimiento que danza, como visión figural. “Deslizamiento al filo de la fascinación” (Curso Árbol de las vidas 2024). Borde peligroso sin duda. Felicidad extrema al caerse el telón del tiempo. Un peligro aún más hondo, se abre un abismo. Más, de ese mismo desasimiento renace el deseo, la esperanza centelleante y el peligro inminente de seguir vivo. Vuelve el quicio al preguntar, que se sabe inacabado por la palabra lograda que sabe surcar las distancias sin anularlas.

jueves, 12 de septiembre de 2024

La castración



La castración 

 

 La figura del diablo sigue siendo muy contemporánea, no porque creamos o no en él; eso es secundario, sino por cómo la vivencia de placer se fue entramando con la de la culpa, especialmente con el catolicismo y con las versiones del protestantismo que, seamos o no religiosos, penetraron a lo largo y ancho de nuestra cultura. 

 Foucault nos recuerda que, con el pensamiento de San Agustín, se desplazarían los límites entre lo virtuoso y lo corruptible de la sexualidad, en ese entonces, llamada, los placeres de la carne. 

 Para San Agustín, debido al pecado original, los hombres fuimos castigados en función de la desobediencia, con la separación de nuestra voluntad. Es decir, lo que perdimos al caer del paraíso, al quedar separados de Dios y caer al tiempo, fue la propia voluntad, o voluntad divina asimilada con la voluntad de Dios. 

 Según el obispo de Hipona, la pérdida de la voluntad se hace evidente cuando, el cuerpo se ve llevado por la voluptuosidad, visible en los movimientos involuntarios, convulsos o frenéticos del acto carnal.

 Regresar a Dios, implicaba, según esta interpretación, volver a obedecer al mandato divino. 

 Sin embargo, el placer de la carne quedó plenamente demonizado en el momento en el que, se decretó que el mandato divino consistía en que los placeres de la carne serían acordes con la voluntad divina a través del sacramento del matrimonio y con el solo fin de la procreación. Cualquier otra manifestación del placer de la carne era considerada una trampa: la trampa del demonio que podía actuar dentro de uno mismo, como otro, y dominar mediante la voluptuosidad y el placer a nuestros sentidos, nuestros sentimientos y emociones, vueltos concupiscentes. Así, el cuerpo y los sentidos terrenales fueron demonizados. 

 Si bien, en un primer momento había que dominar al propio cuerpo, a sus impulsos, mediante la exaltación de la vía confesional, la vigilancia de uno sobre sí mismo, se extendería al propio pensamiento. Pues, se creía que la voluptuosidad puede despertarse no solo con los sentidos corporales, también con los recuerdos capaces de someter a la voluntad a los placeres corruptibles. 

 Max Weber nos explica que, para el protestantismo, se trataba de no volverse esclavos de los placeres, sino, sujetos morales del mundo, como parte de la labor que lo sostiene en tanto orden moral, supuestamente divino, pero en estricto sentido jamás experimentado como tal, en la medida en la que toda experiencia interior de la divinidad, todo sentimiento de arrobo, de penetración y permeabilidad de lo divino había quedado proscrito, negado, maldecido. 

 Desde luego, con lo que sigue, no hago alusión a ningún enunciado de liberación sexual de los que sabemos existen desde hace más de un siglo; sino, a algo que al menos en mí ha sido mucho más inconsciente y persistente. 

 A partir de ciertos cursos de Deleuze, podemos pensar que cuando Freud tuvo la necesidad de conceptualizar las derivas de la pulsión, separando y sometiendo la existencia de unas pulsiones parciales, a una energía libidinal yoica y de objeto, culminando en una suerte de de desexualización de las pulsiones por la sublimación, fue en la medida en que pareciera dominar una suerte de totalitarismo, primacía de los esquemas de la racionalidad, de sometimiento a unos límites que se suponen infranqueables y que operan en toda estructura neurótica y psíquica, afectando, directamente la experiencia de placer, de gozo, ulteriormente, a todo impulso. 

 Pues, finalmente, el yo “termina” estructurándose “con la salida del Edipo”, es decir, con la castración. Entonces, no se trata de límites naturales, biológicos, sino de cómo, en nuestra cultura nos vamos humanizando; identificándonos en tanto hombres o mujeres, padres o hijos. Y, en su sentido más profundo, humanizarse quiere decir, la posibilidad de desenvolvernos éticamente en el mundo. Razón que es muy cuestionable, pues lo que se ve, en el mundo, con la salida del Edipo es, más bien, adaptación y, tal vez, grados de ser obedientes y funcionales. 

 Más bien, existe un tope, una tapa, un sello, un corte, un de aquí no pasas, no sea que tal o cual intensidad, tal o cual impulso se vuelva inmanejable. No sea que se te ocurra decir, o, actuar apartado del buen sentido, del sentido común, o, (de lo que es más profundo) de lo que pueda ser aceptado por los Designios del Significante, el orden del lenguaje y de los Discursos Dominantes, en buen castellano. 

 ¿Qué hacer con el cuerpo, con sus impulsos inconscientes, reprimirlos, controlarlos, sublimarlos?

 No sea que la pulsión de muerte te domine… No sea que… un exceso de narcisismo… No sea que te dé por sentirte dios… Ya valió 

 Ya desde principios de la psiquiatría, los impulsos eran el peligro latente para la sociabilidad; eran considerados, nada menos, que el origen de las enfermedades mentales, la inadaptación y la criminalidad. 

 Impulsos, que se podían leer en los gestos poco domesticados, en los estallidos emocionales incontrolados, en las expresiones lingüísticas más o menos inadaptadas, en el parcial o en el total desquiciamiento, hasta en la más fría criminalidad. No es poca cosa.

 En cuanto a su funcionamiento, los impulsos, pulsiones para el psicoanálisis, fueron concentrados y fijados a tal o cual región corporal, modulando su intensidad según principios mecánicos del movimiento que no reconocen más derivas que la descarga (y hablar también es descargar, ¡vaya!) encerrando su posibilidad más intensa en lo oscuro, y en lo oscurito de la alcoba; anudado su sentido más profundo a determinadas fantasías inconscientes. La cosa es, que tales cosas no son percibidas como síntomas, sino como derivas “normales” de la vida psíquica y de la sexualidad que culmina con el dominio del placer genital por encima de cualquier otra deriva considerada perversión, o cause inadecuado.

 Y, especialmente, en la medida en que los impulsos quedan domeñados mediando nuestras sacrosantas estructuras familiares, en realidad, (pues como dicen, hoy por hoy, la familia se desmorona) domesticados bajo el dominio de la ley de la castración, sea cual sea el contenido de los enunciados operantes que constituyen nuestro paso legítimo a la cultura, la sociabilidad, el mundo laboral… La vía permitida es la vía de la ligadura hacia los objetos y la sublimación. Lo que queda clausurado son los flujos que pueden arrastrar a la descodificación como ríos intempestivos, y aún eso podría ser tolerado siempre y cuando no sea contagioso, es decir, es tolerada la locura en su impotencia. 

 Y es aquí que aparece un problema. Porque se supone que lo peor de nosotros está de ese otro lado maldito, impotente, clausurado o patéticamente perverso, pero… y si, no solo… estuviera lo peor. 

Y si lo mejor también está siendo exiliado, asesinado antes siquiera de bien haber nacido.

 ¿Qué es lo castrado?

 Es difícil de decir, pues lo castrado está siendo invisibilizado, más bien, secuestrado para ser desaparecido, abortado, asesinado.

 Parafraseando a Foucault, el problema no es el mal, es cómo el mal es configurado al interior de diferentes procesos de luces y de sombras, entre lo visible y lo que es negado, entre lo que puede ser enunciado y lo desconocido. 

 Es impresionante, hasta que punto, ser de lo sensible ha sido sometido a los designios de unos discursos dominantes. Hasta qué punto se vive a lo sensible como receptividad pasiva, inconsciente, ciega, superficial, reactiva. 

 La castración opera en el momento en el que “el cuerpo, conciencia corporal”, (que, plenamente como consciencia y como pensamiento no se le reconoce) “lo corporeizable” sufre, acepta, se adapta a una especial división subjetiva “al mando”, que constituye una promesa, mejor dicho, un ideal:

 “ya no serás, solamente, sujeto del enunciado, desde ahora podrás convertirte en sujeto de enunciación”. 

 Deleuze explica que, la división, el corte, opera entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación.

Como decía Lacan: “soy donde no pienso y pienso donde no soy”. 

 Pero para Deleuze, este resultado, esta dualidad subjetiva, es parte de una larga tradición que podemos ubicar desde Descartes cuando afirmó: “Pienso luego soy”, luego entonces, “soy una cosa que piensa”.

 Deleuze explica que, como sujeto del enunciado me constituyo como múltiple, pero como sujeto de enunciación supongo constituirme como una unidad, pero, en estricto sentido no soy más que unidad ideal, unidad supuesta nunca alcanzada, sujeto de goce imposible. Es decir, nunca habrá identidad entre sujeto de enunciado y sujeto de enunciación, con otras palabras, entre el sujeto de placer y el sujeto de goce.

Deleuze propone varios ejemplos de esto: 

“Como hombre te entiendo, pero como policía que soy, debo acatar la ley”. 

 Y ¿cómo se produce tal división subjetiva? Aceptando que no somos completos, que no hay conciencia plena y pensamiento de lo sensible más que subordinada al orden significante, que nuestro ser no está dado en la medida en que falta el significante que signifique nuestro ser y nuestro deseo, así y sólo así, el deseo puede circular, abrirse camino en torno a los ideales del mundo. Pues, como lo expresa Deleuze, en realidad, no existen enunciados individuales. Todo enunciado se produce, surge a partir de procesos que exceden los dominios de lo individual, de lo personal y del lenguaje mismo. 

 Asumimos ser sujetos del lenguaje… quedando sujetos al lenguaje, en tanto principio y soporte de nuestro ser en falta. 

 Todo muy bien razonado, pero lo que quedó fuera y nos falta, es porque está siendo saqueado y adormecido. 

 María Zambrano va a mostrar cómo el ser, el ser consciente de sí, el pensamiento va a quedar asimilado a la forma del conocimiento. “Ser” es pensar y pensar es saber que se piensa; pensar conscientemente es conocer a través de las palabras ordenadas, estructuradas y convalidadas.

 Según Kant, explica Deleuze: 

 “Conozco no porque sé que el sol sale, conozco, cuando tengo la certeza de que el sol va a salir mañana, cuando deduzco que es probable la salida del sol para un nuevo día, o, cuando puedo suponer, que existe la remota posibilidad de que el sol dejara de existir”. 

 Vamos aceptando, ni tan conscientemente, tantos conocimientos supuestos para el bien, el bien común, no necesariamente para el bienestar. Y eso es claro si observamos las estadísticas del malestar producido por la cultura civilizadora.

 Lo castrado es, todo despertar a ser de lo sensible, toda sensación, todo pensamiento, todo dar cuenta, toda manifestación más profunda de la consciencia corporal irreductible al orden significante. Pero es mucho más que eso, pues en la antigüedad, la palabra se concebía como poder de manifestación. 

 No hay nada más impotente que el Dios de la ilustración, el Dios del que da lo mismo si se cree o no en él. Y mejor si se cree, pues el pragmatismo es capaz de justificar su creencia. No es ya el dios de la manifestación; no son ya las divinidades que atravesaban y que poseían a los sentidos: con sus manifestaciones de poder. 

 Las experiencias místicas… sí… ahí están… toleradas, exaltadas, idealizadas, apartadas del devenir mundo, de la tierra y de la carne. 

 El problema que queremos apuntar no está en la posibilidad, muy real, de devenir menos que humanos, perderse, pirarse. 

 El problema es que también somos más que humanos. No solo allá, en los cielos; no solo gracias al poder iniciático y luminoso de las Ideas y de la abstracción; o, después de muertos, algo así como, desencarnados. 

 ¿Qué no para las brujas, la vagina era experimentada como sagrada? Y ¿para los practicantes del taoísmo, la vagina, no es la puerta, la raíz del cielo y de la tierra, una fuente inagotable que se derrama? O ¿vamos a creer que es pura sublimación? 

 Para unos es la raíz de la magia, para otros es vía de fuentes inagotables, fuente intensiva, que transmuta en la medida que se derrama hacia todo el cuerpo, fortaleciendo, curando, desplegando sabiduría de los espíritus que habitan cada órgano corporal. 

 Lo triste no es dejar de creer en tal o cual religión, mito o leyenda, lo terrible es dejar de vivir el misterio inacabado, dejar de experimentar. Hemos cedido tanto el poder al saber de las ciencias del cuerpo, a tantos prejuicios y decretos que, damos por dados tantos conocimientos sin jamás experimentar… 

 Más bien, y citando lo visto en el curso “El árbol de las vidas”, y dado que, ser humano no constituye ser algo absolutamente fijo, podemos ser humanos y más que humanos, por ser hijos de la tierra, experimentando nuestras sombras, atravesando nuestros inframundos, afirmando lo humano demasiado humano, desencadenando lo absolutamente silencioso de nuestros impulsos emparedados, amarrados, asfixiados, agotados, conformados, vaciados, sometidos, negados, invisibilizados, aplastados, cuajados, cristalizados, configurados, capitalizados y, los no nacidos.

 Más que humanos, liberar, afirmar, despertar lo divino y lo demoníaco inacabado.  Experimentar lo divino como tal, que nos refleja y despierta, que encarna. 

 La fuerza es algo que se siente, manifestaciones singulares, manifestaciones de poder, devenires de los astros, a través del brillo de las plantas, devenir sabiduría animal.

 Se ha querido lo divino en santa paz, se ha querido lo divino como contemplación pura, desencarnada, se ha deseado a lo demoníaco al servicio de quien sabe qué intereses charros. 

 Volviendo a citar lo dicho en el curso “El árbol de las vidas”: si pensamos en los antiguos dioses, dioses de la curación, dioses guerreros, dioses de los inframundos, dioses de la embriaguez y de la lujuria, diosas de las inmundicias y del paso por la muerte, dioses y diosas del amanecer y del atardecer, del erotismo y de la prosperidad de la tierra, llegamos a suponer que lo castrado ha sido la relación entre lo divino y la tierra, entre lo divino y nuestros cuerpos, lo divino y la vivencia de día a día. 

 María Zambrano nos recuerda que: “El hombre que no ha alcanzado la unidad verdadera conlleva difícilmente la unidad impuesta por la necesidad y aspira secretamente a ser otro en algún instante”.

Fuerzas de manifestación, de voluntades divinas, demoníacas, humanas y, y, … Movimientos, impulsos y sentidos inexplorados por descubrir, por revelar, por crear. 

 En cuanto a la dualidad subjetiva, pues que de ahí siento partir. Deleuze como otros seres dedicados al problema, no sugieren deconstruir, demoler, o, negar al yo. Más bien, conocernos, excedernos, querernos y cuidarnos, lo que nos lleva a pensar en los supuestos que atraviesan las derivas del narcisismo.