La castración
La figura del diablo sigue siendo muy contemporánea, no porque creamos o no en él; eso es secundario, sino por cómo la vivencia de placer se fue entramando con la de la culpa, especialmente con el catolicismo y con las versiones del protestantismo que, seamos o no religiosos, penetraron a lo largo y ancho de nuestra cultura.
Foucault nos recuerda que, con el pensamiento de San Agustín, se desplazarían los límites entre lo virtuoso y lo corruptible de la sexualidad, en ese entonces, llamada, los placeres de la carne.
Para San Agustín, debido al pecado original, los hombres fuimos castigados en función de la desobediencia, con la separación de nuestra voluntad. Es decir, lo que perdimos al caer del paraíso, al quedar separados de Dios y caer al tiempo, fue la propia voluntad, o voluntad divina asimilada con la voluntad de Dios.
Según el obispo de Hipona, la pérdida de la voluntad se hace evidente cuando, el cuerpo se ve llevado por la voluptuosidad, visible en los movimientos involuntarios, convulsos o frenéticos del acto carnal.
Regresar a Dios, implicaba, según esta interpretación, volver a obedecer al mandato divino.
Sin embargo, el placer de la carne quedó plenamente demonizado en el momento en el que, se decretó que el mandato divino consistía en que los placeres de la carne serían acordes con la voluntad divina a través del sacramento del matrimonio y con el solo fin de la procreación. Cualquier otra manifestación del placer de la carne era considerada una trampa: la trampa del demonio que podía actuar dentro de uno mismo, como otro, y dominar mediante la voluptuosidad y el placer a nuestros sentidos, nuestros sentimientos y emociones, vueltos concupiscentes. Así, el cuerpo y los sentidos terrenales fueron demonizados.
Si bien, en un primer momento había que dominar al propio cuerpo, a sus impulsos, mediante la exaltación de la vía confesional, la vigilancia de uno sobre sí mismo, se extendería al propio pensamiento. Pues, se creía que la voluptuosidad puede despertarse no solo con los sentidos corporales, también con los recuerdos capaces de someter a la voluntad a los placeres corruptibles.
Max Weber nos explica que, para el protestantismo, se trataba de no volverse esclavos de los placeres, sino, sujetos morales del mundo, como parte de la labor que lo sostiene en tanto orden moral, supuestamente divino, pero en estricto sentido jamás experimentado como tal, en la medida en la que toda experiencia interior de la divinidad, todo sentimiento de arrobo, de penetración y permeabilidad de lo divino había quedado proscrito, negado, maldecido.
Desde luego, con lo que sigue, no hago alusión a ningún enunciado de liberación sexual de los que sabemos existen desde hace más de un siglo; sino, a algo que al menos en mí ha sido mucho más inconsciente y persistente.
A partir de ciertos cursos de Deleuze, podemos pensar que cuando Freud tuvo la necesidad de conceptualizar las derivas de la pulsión, separando y sometiendo la existencia de unas pulsiones parciales, a una energía libidinal yoica y de objeto, culminando en una suerte de de desexualización de las pulsiones por la sublimación, fue en la medida en que pareciera dominar una suerte de totalitarismo, primacía de los esquemas de la racionalidad, de sometimiento a unos límites que se suponen infranqueables y que operan en toda estructura neurótica y psíquica, afectando, directamente la experiencia de placer, de gozo, ulteriormente, a todo impulso.
Pues, finalmente, el yo “termina” estructurándose “con la salida del Edipo”, es decir, con la castración. Entonces, no se trata de límites naturales, biológicos, sino de cómo, en nuestra cultura nos vamos humanizando; identificándonos en tanto hombres o mujeres, padres o hijos. Y, en su sentido más profundo, humanizarse quiere decir, la posibilidad de desenvolvernos éticamente en el mundo. Razón que es muy cuestionable, pues lo que se ve, en el mundo, con la salida del Edipo es, más bien, adaptación y, tal vez, grados de ser obedientes y funcionales.
Más bien, existe un tope, una tapa, un sello, un corte, un de aquí no pasas, no sea que tal o cual intensidad, tal o cual impulso se vuelva inmanejable. No sea que se te ocurra decir, o, actuar apartado del buen sentido, del sentido común, o, (de lo que es más profundo) de lo que pueda ser aceptado por los Designios del Significante, el orden del lenguaje y de los Discursos Dominantes, en buen castellano.
¿Qué hacer con el cuerpo, con sus impulsos inconscientes, reprimirlos, controlarlos, sublimarlos?
No sea que la pulsión de muerte te domine… No sea que… un exceso de narcisismo… No sea que te dé por sentirte dios… Ya valió
Ya desde principios de la psiquiatría, los impulsos eran el peligro latente para la sociabilidad; eran considerados, nada menos, que el origen de las enfermedades mentales, la inadaptación y la criminalidad.
Impulsos, que se podían leer en los gestos poco domesticados, en los estallidos emocionales incontrolados, en las expresiones lingüísticas más o menos inadaptadas, en el parcial o en el total desquiciamiento, hasta en la más fría criminalidad. No es poca cosa.
En cuanto a su funcionamiento, los impulsos, pulsiones para el psicoanálisis, fueron concentrados y fijados a tal o cual región corporal, modulando su intensidad según principios mecánicos del movimiento que no reconocen más derivas que la descarga (y hablar también es descargar, ¡vaya!) encerrando su posibilidad más intensa en lo oscuro, y en lo oscurito de la alcoba; anudado su sentido más profundo a determinadas fantasías inconscientes. La cosa es, que tales cosas no son percibidas como síntomas, sino como derivas “normales” de la vida psíquica y de la sexualidad que culmina con el dominio del placer genital por encima de cualquier otra deriva considerada perversión, o cause inadecuado.
Y, especialmente, en la medida en que los impulsos quedan domeñados mediando nuestras sacrosantas estructuras familiares, en realidad, (pues como dicen, hoy por hoy, la familia se desmorona) domesticados bajo el dominio de la ley de la castración, sea cual sea el contenido de los enunciados operantes que constituyen nuestro paso legítimo a la cultura, la sociabilidad, el mundo laboral… La vía permitida es la vía de la ligadura hacia los objetos y la sublimación. Lo que queda clausurado son los flujos que pueden arrastrar a la descodificación como ríos intempestivos, y aún eso podría ser tolerado siempre y cuando no sea contagioso, es decir, es tolerada la locura en su impotencia.
Y es aquí que aparece un problema. Porque se supone que lo peor de nosotros está de ese otro lado maldito, impotente, clausurado o patéticamente perverso, pero… y si, no solo… estuviera lo peor.
Y si lo mejor también está siendo exiliado, asesinado antes siquiera de bien haber nacido.
¿Qué es lo castrado?
Es difícil de decir, pues lo castrado está siendo invisibilizado, más bien, secuestrado para ser desaparecido, abortado, asesinado.
Parafraseando a Foucault, el problema no es el mal, es cómo el mal es configurado al interior de diferentes procesos de luces y de sombras, entre lo visible y lo que es negado, entre lo que puede ser enunciado y lo desconocido.
Es impresionante, hasta que punto, ser de lo sensible ha sido sometido a los designios de unos discursos dominantes. Hasta qué punto se vive a lo sensible como receptividad pasiva, inconsciente, ciega, superficial, reactiva.
La castración opera en el momento en el que “el cuerpo, conciencia corporal”, (que, plenamente como consciencia y como pensamiento no se le reconoce) “lo corporeizable” sufre, acepta, se adapta a una especial división subjetiva “al mando”, que constituye una promesa, mejor dicho, un ideal:
“ya no serás, solamente, sujeto del enunciado, desde ahora podrás convertirte en sujeto de enunciación”.
Deleuze explica que, la división, el corte, opera entre el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación.
Como decía Lacan: “soy donde no pienso y pienso donde no soy”.
Pero para Deleuze, este resultado, esta dualidad subjetiva, es parte de una larga tradición que podemos ubicar desde Descartes cuando afirmó: “Pienso luego soy”, luego entonces, “soy una cosa que piensa”.
Deleuze explica que, como sujeto del enunciado me constituyo como múltiple, pero como sujeto de enunciación supongo constituirme como una unidad, pero, en estricto sentido no soy más que unidad ideal, unidad supuesta nunca alcanzada, sujeto de goce imposible. Es decir, nunca habrá identidad entre sujeto de enunciado y sujeto de enunciación, con otras palabras, entre el sujeto de placer y el sujeto de goce.
Deleuze propone varios ejemplos de esto:
“Como hombre te entiendo, pero como policía que soy, debo acatar la ley”.
Y ¿cómo se produce tal división subjetiva? Aceptando que no somos completos, que no hay conciencia plena y pensamiento de lo sensible más que subordinada al orden significante, que nuestro ser no está dado en la medida en que falta el significante que signifique nuestro ser y nuestro deseo, así y sólo así, el deseo puede circular, abrirse camino en torno a los ideales del mundo. Pues, como lo expresa Deleuze, en realidad, no existen enunciados individuales. Todo enunciado se produce, surge a partir de procesos que exceden los dominios de lo individual, de lo personal y del lenguaje mismo.
Asumimos ser sujetos del lenguaje… quedando sujetos al lenguaje, en tanto principio y soporte de nuestro ser en falta.
Todo muy bien razonado, pero lo que quedó fuera y nos falta, es porque está siendo saqueado y adormecido.
María Zambrano va a mostrar cómo el ser, el ser consciente de sí, el pensamiento va a quedar asimilado a la forma del conocimiento. “Ser” es pensar y pensar es saber que se piensa; pensar conscientemente es conocer a través de las palabras ordenadas, estructuradas y convalidadas.
Según Kant, explica Deleuze:
“Conozco no porque sé que el sol sale, conozco, cuando tengo la certeza de que el sol va a salir mañana, cuando deduzco que es probable la salida del sol para un nuevo día, o, cuando puedo suponer, que existe la remota posibilidad de que el sol dejara de existir”.
Vamos aceptando, ni tan conscientemente, tantos conocimientos supuestos para el bien, el bien común, no necesariamente para el bienestar. Y eso es claro si observamos las estadísticas del malestar producido por la cultura civilizadora.
Lo castrado es, todo despertar a ser de lo sensible, toda sensación, todo pensamiento, todo dar cuenta, toda manifestación más profunda de la consciencia corporal irreductible al orden significante. Pero es mucho más que eso, pues en la antigüedad, la palabra se concebía como poder de manifestación.
No hay nada más impotente que el Dios de la ilustración, el Dios del que da lo mismo si se cree o no en él. Y mejor si se cree, pues el pragmatismo es capaz de justificar su creencia. No es ya el dios de la manifestación; no son ya las divinidades que atravesaban y que poseían a los sentidos: con sus manifestaciones de poder.
Las experiencias místicas… sí… ahí están… toleradas, exaltadas, idealizadas, apartadas del devenir mundo, de la tierra y de la carne.
El problema que queremos apuntar no está en la posibilidad, muy real, de devenir menos que humanos, perderse, pirarse.
El problema es que también somos más que humanos. No solo allá, en los cielos; no solo gracias al poder iniciático y luminoso de las Ideas y de la abstracción; o, después de muertos, algo así como, desencarnados.
¿Qué no para las brujas, la vagina era experimentada como sagrada? Y ¿para los practicantes del taoísmo, la vagina, no es la puerta, la raíz del cielo y de la tierra, una fuente inagotable que se derrama? O ¿vamos a creer que es pura sublimación?
Para unos es la raíz de la magia, para otros es vía de fuentes inagotables, fuente intensiva, que transmuta en la medida que se derrama hacia todo el cuerpo, fortaleciendo, curando, desplegando sabiduría de los espíritus que habitan cada órgano corporal.
Lo triste no es dejar de creer en tal o cual religión, mito o leyenda, lo terrible es dejar de vivir el misterio inacabado, dejar de experimentar. Hemos cedido tanto el poder al saber de las ciencias del cuerpo, a tantos prejuicios y decretos que, damos por dados tantos conocimientos sin jamás experimentar…
Más bien, y citando lo visto en el curso “El árbol de las vidas”, y dado que, ser humano no constituye ser algo absolutamente fijo, podemos ser humanos y más que humanos, por ser hijos de la tierra, experimentando nuestras sombras, atravesando nuestros inframundos, afirmando lo humano demasiado humano, desencadenando lo absolutamente silencioso de nuestros impulsos emparedados, amarrados, asfixiados, agotados, conformados, vaciados, sometidos, negados, invisibilizados, aplastados, cuajados, cristalizados, configurados, capitalizados y, los no nacidos.
Más que humanos, liberar, afirmar, despertar lo divino y lo demoníaco inacabado. Experimentar lo divino como tal, que nos refleja y despierta, que encarna.
La fuerza es algo que se siente, manifestaciones singulares, manifestaciones de poder, devenires de los astros, a través del brillo de las plantas, devenir sabiduría animal.
Se ha querido lo divino en santa paz, se ha querido lo divino como contemplación pura, desencarnada, se ha deseado a lo demoníaco al servicio de quien sabe qué intereses charros.
Volviendo a citar lo dicho en el curso “El árbol de las vidas”: si pensamos en los antiguos dioses, dioses de la curación, dioses guerreros, dioses de los inframundos, dioses de la embriaguez y de la lujuria, diosas de las inmundicias y del paso por la muerte, dioses y diosas del amanecer y del atardecer, del erotismo y de la prosperidad de la tierra, llegamos a suponer que lo castrado ha sido la relación entre lo divino y la tierra, entre lo divino y nuestros cuerpos, lo divino y la vivencia de día a día.
María Zambrano nos recuerda que: “El hombre que no ha alcanzado la unidad verdadera conlleva difícilmente la unidad impuesta por la necesidad y aspira secretamente a ser otro en algún instante”.
Fuerzas de manifestación, de voluntades divinas, demoníacas, humanas y, y, … Movimientos, impulsos y sentidos inexplorados por descubrir, por revelar, por crear.
En cuanto a la dualidad subjetiva, pues que de ahí siento partir. Deleuze como otros seres dedicados al problema, no sugieren deconstruir, demoler, o, negar al yo. Más bien, conocernos, excedernos, querernos y cuidarnos, lo que nos lleva a pensar en los supuestos que atraviesan las derivas del narcisismo.