martes, 13 de agosto de 2024

De viejos dioses que cantan

 



De viejos dioses que cantan

Caía la noche cálida y húmeda. Lejos de la cuidad, un arrullo de cielo abierto y estrellado penetraba la oscuridad del establo alumbrado por algunas linternas y veladoras, intensificando los ritmos de aquella Isla habitada por antiguos dioses que cantan. 

Cuentan que, una vez cada tanto, al completarse algún ciclo, estos dioses descienden para exceder las órbitas de los ritmos humanamente conocidos, deslizándose entre plantas, elementos y animales, abriendo musicales círculos, suaves pero intensos, capaz de desenvolver los contornos sensibles de los cuerpos, hasta alcanzar lo ilimitado de ser de la noche que baila. 

Quedando sumergida toda realidad hacia lo abierto de una hendidura sin tiempo; inquietante e inmóvil a la vez; aparición sin tiempo que hace de nuestra historia un paraje, una isla que cae en un arrullador olvido del que despiertan imposibles mitos.

 Oscuridad eterna de la que brotan sueños. 

Y, de entre visiones de ensueño, la danza de ser tierra, una vida imaginada despertando el sentido de una voluntad arrasadora, un rotundo sí a esta vida toda, a esta existencia que es también azar.

 

 

De la oscuridad 

En el principio todo es oscuridad. Ella abre las puertas al paso de sueños mudos, imposibles laberintos entre mundos, desdibuja las certezas y devuelve a la piel su propiedad de amante flujo. Embriagadora contemplación, embriagadora voluntad de un impulso que danza. Inmanencia de la voluptuosidad, movimiento sin objeto, corporeidad rasgada en esa excesiva danza de deseo. Cómo seguir los pasos de esa excesiva violencia dionisíaca, amante de todas las formas imposibles. Cómo no querer su eterno nacimiento. Cómo no querer besar al olvido y acordar de todo, con todo a un tiempo, en un instante de labios suspendidos, la vida toda excesiva, amorosa. 

 

 

Pensamiento

No puedo sino pensar “ahí” donde me coloca el pensamiento que no empieza ni termina en mí. Es delirante, cuanto evoca el pálido reflejo de otros espacios y mundos vividos; cuya presencia más viva podría sacarme de mis cercos. Y si no me saca, al menos pone de manifiesto los límites de mis resguardos. Como despertar en medio de la noche más oscura que se alumbra al hablar, sin lo cual, el pensamiento sería evanescencia pura. Pues nada humanamente sería sin el habla, o, sin todo lo que aviva la palabra y que es la antesala de todo hablar. Como el vacío por el que el lenguaje desfallece cercano al movimiento más oscuro al que la noche sirve de horizonte. Como el torrente de emoción y de pasión que alumbra al tiempo que incinera. Como el deseo que es enceguecida voluntad. Como la centelleante desnudez. Como la muerte que no deja de inquietar; como ese otro siempre impar.

 

 

Del amor 

El amor no es ciego, soy yo quien no ve que el amor ve en mí, a través y a pesar mío que el amor no es lo contrario a la locura; que lo que ciega es su ausencia; que lo terrible, por miserable, no sería la locura sino su falta que desespera. Que la locura no se confunde con actuar sin pensar. Prueba de esto es el pensamiento soberano que alcanza el instante de la cima de su ruina. En ella mi enfermedad es un bálsamo sin dejar de ser una espada afilada. Mi debilidad murmullo dé cigarras, sin metáfora.

 

Qué es sino el deseo de delirio lo que despierta cada mañana, pensamiento que, si se sabe delirante, acogería algo más que los sueños de la razón, los sueños de todas las épocas, los mitos. 

Que lejano me parece este sueño domesticado presto para la acción útil (tan necesaria), preciso en cada uno de sus juicios, del amor. Pensamiento que si tan solo se sabe delirante ¿elevaría acaso al ser domesticado a la cima de su ruina donde por fin afirmarse?  

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