jueves, 11 de febrero de 2021

De los inframundos


 




De los inframundos quiero hablarte. De raíces prehispánicas que han sido entregadas en fragmentos vivos de serpentinos y coloridos movimientos. 

 De Tlazoltéotl. Deidad de origen huasteco; diosa de las inmundicias, la lujuria, guardiana de las mujeres embarazadas y del nacimiento, de los amores prohibidos y de los Temazcales.  


Cuentan las leyendas que hombres y mujeres solían temerle pues, al poseerles, la transgresión sería inminente.   


Lujuria reveladora de la cercanía entre la vida y la muerte. De cómo, en vida morimos y renacemos más de una vez. Misterios pues, existen los nacimientos fallidos y la desesperación de quien ya no puede morir embelesado o poseído por el personaje de una historia de autor desconocido. 


El temazcal es la tumba por la que descendemos a los inframundos; es habitar el vientre en que se forman y manifiestan los abismos entre la tierra y nuestros cuerpos; emerger de la inmundicia de las entrañas que la tierra consume y consuma; para el nacimiento de sueños, deseos y promesas,  que no han podido llegar plenamente a la luz de la consciencia, al fluir del tiempo que los consumiría como la leña con el abrazador fuego.  


De piedras y hierbas hirvientes emana el vapor envolvente y la oscuridad que desciende para ver con renovados ojos. En la oscuridad, el calor hace salir a las superficies lo oculto. Lo que nos resistimos ver.


Morimos y renacemos con el fuego. Y al nacer, nacemos ciegos. Y cuando apresuramos a llenar los huecos, queriendo silenciar lo innombrable, apropiarnos, adueñarnos fácilmente caemos presa de la fatalidad, enceguecidos como Edipo que no pudo escapar de las fauces del primer nacimiento y renacer 


Frustramos esos tantos nacimientos posibles que son, también, el devenir de nuestros días y noches. El insomnio es signo de una muerte retrasada. Entre un tropel de voces y resistencias profundas, posesivas, dictatoriales.  


Descendemos los abismos, cuando no intentamos cambiar, retener, manipular nada de ellos. Cuando no apresuramos las palabras para moldear a nuestra imagen y semejanza, de nuestros personajes, cuentos e historias consabidas. 


Y.... Si tomáramos en serio aquello de que en el principio es la palabra; que nacemos a cada instante a través de la palabra, que vivimos y morimos con ella y en ella; que nos desnudamos las almas a través de ella... de que nos contenemos, creando muros, casas y puertas que habitamos por instantes. De que viajamos a través de ella para inventar y transgredir nuestros amores; Campos y ciudades también. 


Nuestras pasiones son ese fuego que desanuda al cuerpo de sus memorias impasibles. Nada podría ser excedido, sino por lo excesivo de la lujuria que desanuda las vestimentas del habitual pensamiento, invitándolo a bailar sin culpas, su imposible desnudez. 

 


 

martes, 26 de enero de 2021

Los signos del dolor

 




  

A través de distintas prácticas de masaje podemos afirmar una constante relación entre aquellos que, cuando sufren, manifiestan zonas muy específicas de dolor en su cuerpo. El dolor nos revela su profundo poder sobre el sufrimiento, pero también la forma en que el sufrimiento puede ganar terreno cuando el dolor es negado, reprimido o suprimido. Al experimentar podemos dar cuenta de la continuidad entre distintas formas de sufrir y los distintos nudos de dolor corporal. Si bien, sufrir y doler no son lo mismo, están profundamente implicados como dominios de poder en juego. Así, observamos resultados distintos para los procesos de enfermar y de malestar, cuando sólo se los sufre, y se emplaza el dolor subyacente; que cuando podemos sentir, por el contrario, el dolor que subyace en el sufrimiento y nos es posible hacer del mismo un campo de experimentación.  

  

Sufrir requiere una inmensa cantidad de fuerza, de energía. Atraparse por el sufrimiento implica encarnar ciertas resistencias, supuestos, ritmos y tensiones propios de un singular modo de sufrir. Sin embargo, es posible seguir los nudos y tensiones musculares y desplegar el dolor en ellos contenido, dejando que se develar  los signos de rostridad del cuerpo sufriente para acceder a una experiencia interior que, simultáneamente, permita reconocer los efectos que producen, y descifrar los signos de aquello que nos debilita y enferma. Podemos también rastrear los ritmos de los pulsos y develar las zonas intensivas del ritmo de cada sentimiento reflejado a su vez en las afecciones orgánicas. 


Dar cuenta de las continuidades, pero, sobre todo, de las discontinuidades entre el dolor y el sufrimiento para provocar un devenir del malestar en la enfermedad y de la enfermedad en el malestar. Cuando el dolor abre por los dominios del sentido, no sólo desde el punto de vista de la significancia, sino desde el punto de vista del ser de lo sensible, los síntomas que han sido estratificados tan sólo como un padecimiento, abren al devenir  avivando flujos de poder y haciendo posible nuevas derivas. Pero, cuando el sufrimiento es el que toma el control, los dominios intensivos de tal poder pierden visibilidad, bajo los dominios de enunciación dominantes.  

  

Podemos pensar en el dolor según su intensidad: más o menos intenso. Según su duración, o evolución. Según su causa: externa, interna. Según su cualidad: nervios crispados, músculos tensos, dolores punzantes, quemantes, de cólico. Mas todo dolor implica un cierto devenir o una cierta producción de sentido, ya que emerge como signo que apunta a choques materiales: reacciones, resistencia, cortes, vacíos, enfriamientos, tensiones, articulados con diversos campos de interpretaciones. Pero las formas de interpretación, y reacciones predominantes son aquellas que, al separar el dolor de los ámbitos subjetivos, le confieren un tratamiento mecánico, y el sentido sólo es de supresión o eliminación del mismo, construyendo con esto parte de lo inconsciente del cuerpo. Suprimiendo la posibilidad de desplegar una experiencia interior, de dar cuenta de las continuidades y discontinuidades entre los modos de afectación corporal, el mundo simbólico que nos atraviesa y las formas de existencia que nos damos. 

  




 El dolor siempre es <<doliendo>>, irrupción del ser de lo sensible que se distingue de la percepción <<me duele>>. Nosotros apuntamos en el sentido de una transgresión de la mirada mecánica del dolor en los procesos de salud enfermedad, mirada que excluye el poder del sujeto porque separa el sentido entre poder, cuerpo y sujeto de padecimiento. “El privilegio de la sensibilidad transgresora aparece en esto: que lo que fuerza a sentir y lo que sólo puede ser sentido son una sola y misma cosa en el encuentro, mientras que las dos instancias son distintas por ejemplo para la percepción. En efecto, lo intensivo [del dolor], la diferencia en la intensidad, es simultáneamente el objeto del encuentro y el objeto al cual el encuentro eleva la sensibilidad”[35]. 

Los afectos intensivos como el placer y el dolor hacen posible el despliegue de la experiencia interior capaz de transgredir los límites de ser de lo sensible; límites entre lo que parece determinado, o indeterminado, lejano y cercano, interno y externo; de transgredir los cursos y efectos de los sentimientos conformados, de su efecto en el ánimo y los órganos del cuerpo. 


Sentir es un verbo inclusivo y de superficie. Sentir lo que parece ajeno o externo en uno es aproximarlo acercarlo, incluirlo y dar cuenta de su maleabilidad, al punto en que el sentido de separación se vuelva una bruma de donde puedan emerger modos distintos de afectación  material,  desplegando el ser de lo sensible al par de otros dominios que nos constituyen, corporizando así, su curso y su sentido. 

  

Sentir es saberse afectado materialmente y afectar materialmente.  El desgarramiento de un duelo, los espasmos de angustia frente a la incertidumbre, los vacíos que deja la tristeza, el agotamiento en la obsesión, los nudos de lo silenciado en la garganta, los fríos profundos del desamor, los madrazos de la indolencia son algo mucho más que entidades mentales. Pues simultáneamente son pulsaciones, contracciones y distenciones variables, nudos y tensiones corpóreas, maneras de respirar, de latir que moldean y se moldean entre resistencias, gestos, actitudes, argumentos. Dolores que son ya campos de problematización vital, abriendo campos de visibilidad singulares, posibles de registrar, por ejemplo, en los pulsos de todo el cuerpo, como materias que fluyen, se bloquean, se cortan, se repliegan, forman nudos, explotan o  implotan, chorrean o se drenan. Flujos o fuerzas de consistencias variables, que comprenden velocidad, ritmo y forma según su emplazamiento. La medicina tradicional china que hace posible realizar diagnósticos muy completos tan sólo mediante los pulsos del cuerpo como signos que revelan el sistema sanguíneo, el correr de la sangre, su tonicidad, su temperatura, su velocidad, su cualidad, su intensidad. 


Aquello que ellos llaman jing, chi y shen, no son una suerte de entelequia o energía invisible e incompresible, mística. De hecho, son enteramente visibles. Acostumbrados a pensar que lo que no vemos, no existe, nos volvemos incapaces de ver las diferencias con otras culturas, nos olvidamos de que son las prácticas y los campos de enunciación los que conforman una mirada y que es, precisamente, aquello que nos hace enfocar ciertos aspectos, a la vez que excluimos muchos otros. 

  

La medicina tradicional china se ha constituido no sólo mediante la pregunta ¿Qué es la enfermedad? sino mediante esta otra ¿Qué es la salud? Mirada que comprende los signos de la salud, entendida como ser uno con la vida, con el cosmos. 

 Que las fuerzas que componen al cuerpo sean fuerzas en armonía, que necesariamente, para ser tal, y no un espectro de la misma, ha de dejar en claro sus signos en el cuerpo, en la calidad y el correr de la sangre, el brillo, la humedad, el tono de la piel y de la carne, la coloratura y el tono en la voz, el brillo de los ojos, los gestos y las posturas de todo el cuerpo más allá de toda posible simulación. Se trata incluso de un campo de prácticas que más allá de los códigos que se han conformado, puede llevarnos a descubrir nuestros propios signos de salud y de enfermedad. La razón está en que el sistema filosófico que comprende este tipo de medicina, y otros, está diseñado para provocar en cada ser el deseo de gobernar, gobernándose a sí mismo. Cuestionando también la moralidad que subyace en el común de nuestra mirada, para la cual el dolor es tan sólo signo de enfermedad asociado con lo malo, y el placer signo de salud asociado con lo bueno. Para la medicina tradicional china el dolor es considerado un signo tanto de la salud como de la enfermedad, ello dependerá no sólo del dolor, sino de los modos de experimentarlo y, que intervienen en los cursos que pueda tomar la experiencia del dolor; implicando así, diversos dominios de poder, de las estrategias, de las batallas. Es muy difícil, por ejemplo, desplegar el dolor como campo de experimentación, si el dolor es en extremo intenso y la situación desesperada.  Pero el ejercicio funciona mejor para pensar una medicina preventiva o bajo circunstancias más contenidas. 

  

Para la medicina tradicional china, al igual que para la homeopatía, existen signos propios del enfermar, y signos que nos previenen. Signos que apuntan a los excesos, o ausencias de ciertas fuerzas de vida. Signos que pueden manifestarse recurrentes, o, por temporadas, como los ciclos del ánimo relacionados con las estaciones; o esos pequeños y aparentemente insignificantes dolores; o sensaciones quizá algo indefinidas, pero ciertamente incómodas, extrañas como signos de malestar entretejidos con nuestras formas de existencia. Por lo general, no hacemos caso de tales signos ya que no los consideramos parte de los cuadros nosológicos de la enfermedad. Por demás, observamos poco los signos del cuerpo, de hecho, tenemos poca consciencia de él.  Prueba de ello, es el espectro tan amplio y rico en formas descriptivas distintas de los síntomas del enfermar registrados en los manuales   para los medicamentos homeopáticos, contrastado con la pobreza generalizada de lenguaje para referir nuestros síntomas. Incluso, hasta cierto punto, es posible eludir o encubrir un malestar si éste no entra dentro del espectro de lo que se asocia con la enfermedad. Esos signos del cuerpo que dejamos pasar como cualquier otra cosa cotidiana, y a los cuales podemos habituarnos, como si de aspectos de nuestra identidad se tratasen. Pero nadie puede ignorarlos cuando irrumpen con tal intensidad que derriban un cierto umbral de nuestras resistencias. Es en este punto que, por lo general, opera una separación, si lo que duele se mira tan sólo desde una perspectiva mecánica del dolor, entonces nos asumimos enfermos. Más hay dolores y sufrimientos que no entran dentro del espectro de una clara y definida enfermedad, por lo que los médicos refieren tales casos a un tratamiento psicológico, psiquiátrico o simplemente a cambiar algunos hábitos del régimen de vida. Pero existen tradiciones que pueden ver y comprender la continuidad existente entre toda clase de dolores, estados de ánimo, modos de vida, de emociones y de pensamiento y los signos o síntomas que el cuerpo expresa al enfermar. 


lunes, 12 de octubre de 2020

Lo Imposible



¿Cuál será el juego al encuentro de lo imposible? Al desafío de la producción de verdad, de lo valedero y no valedero, lo sano o lo enfermo, producción en modo alguno desdeñables que hace posible a esos procesos sin fin, diseñados como un sinuoso círculo cuyo motor es el olvido de la voluntad de poder al haber instituido una distribución aparentemente fija entre opuestos. 

No decimos tirar los procesos por la borda, sino seguir sus bordes dando testimonio de lo que posibilitan. Seguir su sombra y afirmarla. 

Aguzar el oído al paso de la noche. Intensidades de la noche alertando nuestros sentidos, sembrando la pregunta en torno a lo que nos excede.  

Inconmensurable deseo que no confina lo sagrado a ser locura, imaginación, sueño: falacia, irrealidad. ¿Qué estratos  sumergen al deseo en contradicción con la razón, la voluntad?  ¿Qué prácticas reducen al sueño, a la locura a ser escombros o restos de un sujeto inconsciente? ¿Qué formas de conocimiento y de poder afirman categóricamente la imposibilidad de lo sagrado? ¿Qué enunciados emparentan lo divino con la luz, la luz con el bien, el bien con la idea de ser feliz y ser feliz con librarse hasta de la tierra? Para que así suceda, se requiere apartar el mal,  el dolor, el gozo, la voluntad de poder, nuestras sombras. Se requiere fijar las perspectivas  a partir de unas cuantas consignas y con todo lo que éstas excluyen. Pues la cordura no siempre ha sido en contradicción con la locura, con el dolor.

 Cuestionar lo percibido y su horizonte. Conocer que nos es dado reconocer y cómo. Campos a través de los cuales una posible manifestación singular se confunde, pero también de formas de conocimiento que se nos presentan como invariables, anudadas por el sentido de una ley irrevocable. Conocer y no necesariamente desechar o condenar. Saber de las miradas que a cada quien instituyen y cómo. Saber que también las hemos deseado.


 Pues qué nos mueve, ¿son los discursos?  O es el deseo, la angustia  de frente al caos, al enfermar. Qué nos desafía sino el sabernos atravesados por sueños que no son nuestros. Qué nos seduce sino la pregunta por el amar, el deseo de devenir animal, planta o dios. Y quizá insista en nosotros el saber que todo esto y más, que queremos, que resistimos, ha hecho estallar la separación entre lo sagrado y lo profano. Y qué es eso que estalla en los entresijos del cuerpo.


“si después de todo, el hombre tiene necesidad de mentir, allá él. El hombre que, tal vez conserva su orgullo, es ahogado por la masa humana... Pero, en fin: no olvidaré jamás lo que de violento y maravilloso se alía a la voluntad de abrir los ojos, de ver de frente a frente lo que pasa, lo que es. Y no sabría yo lo que pasa, si no supiera nada de placer extremo, si no supiera nada del dolor extremo. Entendámonos: nada sabemos y estamos en el fondo de la noche. Pero al menos podemos ver lo que nos engaña, lo que nos desvía de saber nuestra angustia, de saber más bien, que el placer es la misma cosa que el dolor, lo mismo que la muerte .” G. Bataille.


jueves, 1 de octubre de 2020

2 DESAFIANDO A LOS IMAGINARIOS



Imaginar es despertar flujos en los que todavía no prenden los destinos del imaginario.  Fluir de tantas materias mostrando su fatal esplendor. Ese que sin detenerse va manifestando la maleabilidad de los sentidos que la palabra revela.  

 

Al imaginar se vuelve posible un fluir de trazos permeables; al tiempo que emergen se desvanecen, dando paso a un nuevo trazo casi sin detenerse. Imaginar abre a los sentidos por los que el espíritu  indistinto del vital aliento encarna múltiples pliegues y caminos: fluir que se va corporizando sin confundirse con los espacios emergentes, sin asimilarse absolutamente a ellos. 


En contraparte, pensamos lo imaginario a partir de ese carácter que tiene para limitar, acotar un modo de ser, de sentir, de mirar. Acotamiento que muchas veces ha obturado los vacíos por los que la imaginación puede fluir y hacer fluir las formaciones imaginarias, abrir al devenir entre cuerpos, desencallar modos de sentir y de pensar. 


La imaginación, en su andar despertando en el tiempo, se asemeja a ese despertar del ámbito de los sueños cada mañana. Algo se guarda, algo se quiere, algo parece detenerse y sólo queda la sensación de un puro brotar deseante, oscuro, luminoso, excesivo, un algo que tiene que ver con inciertos parajes para nuestra razón; pero que no por ello se contradice con el orden, con lo diferenciado, sino que hace del orden mismo un exceso, una provocación. Imaginación corporizándose, dando cuenta de sí como si fuera el germen de múltiples memorias o, más allá, como si las memorias mismas se desplegaran. Breve instante que siempre revela un comienzo, un despertar donde parece dibujarse una mirada, un querer; principio discernible, pero en juego que parece esfumarse al transitar, sin más, por las rutinas del día a día. Rutinas que cuando son gobernadas por la compulsión de llenar los huecos, saturar el vacío, hacen posible un pensamiento que ya no puede más que atraparse, repetir y repetirse hasta agotarse.  


Así, el resentimiento, esa fuerza reactiva que podemos ser como efecto de fijar los afectos y, por tanto, fijarse y repetirse uno mismo. Sustantivamos el vacío y nos separamos de él, lo ponemos fuera sin dar cuenta que en este acto también lanzamos afuera nuestros afectos, lo que los vuelve ajenos, es decir, no nos reconocemos en ellos, perdemos el sentido de devenir de las fuerzas singulares que nos atraviesan, perdemos el sentido mismo de deseo que habita todo afecto como un verdadero proceso productivo. Mas lo que hemos lanzado fuera retorna como impuesto: íntimo y ajeno a la vez y se produce una manera de sentir o, mejor dicho, un sentimiento esencialmente reactivo. Sentimientos y afectos que al manifestarse reactivos nos poseen entretejiendo el olvido de su vital maquinación; Reducidos a alimentar los ritmos imaginarios que son ya gestos, posturas, cortes y flujos atrapados al interior de una escena teatral que debilita.  


El pensamiento como proceso, por el contrario, puede fluir excesiva y mortalmente en una danza, un serpentear entre materias y afectos, entre vacío y deseo, revelando la multiplicidad de  de la que no nos sabíamos; inaprensible a una realidad dada que tiende al exceso; de aquello que es continuo devenir, y que nos desafía justo donde más resistimos. 


María Zambrano nos recuerda que el vacío, hace posible el fluir del presente, la irrupción del devenir. Los imaginarios, son brotes de deseo, construcción de parajes, de decretos, de relatos,   de historias. Más cuando queda obturado el vacío, se producen sentimientos y pensamientos que evitan explorar parajes excesivos; se fabrica ese ámbito en que el no-ser queda recluido en las galeras del puro horror, de la locura, de la perdición. Y el saber múltiple, sólo será lanzado a la inconsciencia.  


Y para quien despierta, apenas el presentimiento de algo que pudiera excederle es pronto suprimido. Pero, en la esfera viva de la imaginación se trata no sólo de reconocerse en aquello ya formado, sino también en aquellos procesos de formación o, incluso, de deformación. Luz o intensidad que hiere, fisuras del orden esperado. Es el dolor tanto como el placer un cierto umbral que vuelve visible lo invisible: el cuerpo. Muestra según su intensidad los excesos por los que el ser que somos se desborda y se produce, o bien, aquellas avenidas que hemos replegado; o los nichos ahuecados secos y rígidos por los que ya nada puede circular fluyente. Queda el cuerpo invidente queriendo arrobar a la imaginación sus ojos, queriendo abrir, de cada herida, una puerta única a sus sentidos, singular, como un fuego que afecta lo que a su paso encuentre, devorando quizá el propio cuerpo; fuerzas, impulsos simplemente inevitables e ineludibles, fuerzas que han de manifestarse en algún sentido, pues que es también el sentido de su querer. Más el dolor atrapado en el ámbito de ciertos imaginarios,  en el ámbito de ciertas disciplinas sólo señala un camino posible: la enfermedad, la neurosis. Y el sujeto que padece, la más de las veces, queda atrapado en un sinfín de relaciones de poder y relaciones de saber que lo separan de su propia experiencia del dolor. 


Si bien el cuerpo, la experiencia sensible o perceptible que tenemos de él, se moldea a partir del mundo que habitamos, es cierto, también, que podemos experimentarlo de otra manera cuando nos abrimos al fluir de la imaginación y del sentir más vivo. La imaginación despierta vivamente nuestras fibras sintientes, nuestros acuerdos, más cercanos al poder de sentir. Cuando ella se despliega, se fractura el tiempo, irrumpe en él y nos muestra otros rostros, más intempestivos, más cercanos al devenir, al ritmo de los cuerpos. No organiza paradas, sino que introduce en ellas el devenir y abre paso a la experiencia de lo figural que no es el fluir sin más de los cuerpos, sino fluyentes destellos de visibilidad entre cuerpos: destellos permeables y penetrables que muestran la porosidad, los pliegues, los intersticios que trazan los flujos en esa su movimiento. Movimiento ligada con los afectos y los efectos que se producen entre cuerpos y sus encuentros y desencuentros. Visibilidad irreductible al campo que llamamos visual. Cuerpo irreductible a un campo organizado.  


Así, al imaginar se despiertan las memorias, memorias del cuerpo, que si bien pueden ser interpretadas, nos abren a un mar de ritmos, a un sentir maleable, y múltiple. Multiplicidad de fuerzas aún demasiado maleables. Imaginar tan cercano al palpitar creador. Querer que cosmiza y manifiesta cosmos, que es también cosmos. Apertura donde confluye lo ilimitado de múltiples fuerzas con el cuerpo emergente, siempre emergente, en continuo movimiento, por ello, fuerzas que el cuerpo ha de saber. ¡Y cuántos sentidos de saber! Pues que no se trata de objetos, cosas o conceptos sino de sentidos y de cursos sin referente a una totalidad cerrada sino a aquella otra entre materias y fuerzas reactivas y activas; acciones y pasiones, pensamientos y voluntades en juego.  


Imaginar, desafío para cualquier imaginario reinante, pues en ello se despliega la fuerza y el deseo de experimentar; abertura por la cual la “visión” se encarna sintiente; pensar que muerde la existencia y algo más; emergencia de flujos de ensueños que bailan haciéndose cuerpo y que, de ser preciso, se precipitan, se fijan o devienen signo. Cuan furtivas y superficiales serán las memorias al sólo fijarse, mas no imposible evocar los flujos, mas no imposible el deseo de no perderlos, que es lo mismo que no querer perderse. Memorias de trazos apenas aprehensibles, ni figuras fantasmales ni representaciones de cosas. Intensidades y flujos, flujos materiales que avivan al cuerpo, a las memorias del cuerpo.