viernes, 5 de enero de 2024

De brujos y monstruos

 


 


Dedicado a los hijos de Adán y Naamá 


Hoy la luna se encuentra más cerca que nunca. Al son del ritmo de un blanco imposible. Imposible también su cercanía. Alrededor de ella todo parece incertidumbre. Podría la Luna devolverlo todo a la nada. Asombro y miedo, lumbreras del espíritu. 

 

Visibles, bajo el dominio imaginario, los temores se apresurarán a tomar formas de brujos, demonios y monstruos. Imaginación sumisa, a veces rebelde, al amparo de viejos y renovadores mitos.

 

Los fantasmas van y vienen, sucumbiendo cada vez más ante la mirada que rige la norma. Extraño destino de aquello que latía sin corazón. Temores plegados a través del relato capaz de enmudecer lo inconmensurable. Creaciones humanas. ¿Creaciones humanas?

 

Los temores, acallados, convertidos en malos sueños o fantasías. Convencidos de ser solo eso pues sólo es real lo que tus ojos pueden ver. Cómo si a mis ojos sólo les fuera lícito ver lo que dictan y editan las palabras. Palabras de un ser que, llevado por el mundo, olvida. Olvida lo que sus ojos habían podido entrever en los tiempos en los que la oscuridad no era tan solo ausencia de luz. Ni dominio exclusivo de los sueños. 


Palabras que tonifican, abriendo claros e hilvanando los tejidos que, cuando niños e imaginando no cesaban de extender sus horizontes. O cuando el sentido de ellas se manifiesta pleno, pues se quiere fuerza encendida de inquietantes ritmos derramados. 


Más los hijos de la tierra no han olvidado, aún cuando sus memorias hayan sido reducidas a nada; La Nada ha sido su imposible resguardo. Ahora, de “la nada”, sensaciones profundas desafían las franjas de producción de lo visible. Oscuridad de la tierra y de sus raíces, guardiana de los tiempos milenarios; matriz de todas las imágenes y sostén de todas las palabras y de los sueños. 

 


Sueños que en hoy despiertan, atravesando a las brechas del olvido, desafiando a las resistencias a sentir más allá de las máscaras, al monstruo enmascarado, que gime sin mediación y sin tiempo, pues a medias nacido agonizaba en nuestros sueños. 


Protegidos nos creemos de lo monstruoso, profundamente negado, bajo los supuestos con los que teñimos a lo desconocido y extraño. Pues, violentos pueden volverse los impulsos en las tinieblas entretejidos. Impulsos que pueden volverse contra uno mismo, cuando en vez de saber lo entramado de nuestras fibras sintientes, historias y mitos, y, en apariencia ajenos o enajenantes monstruos, tan solo negamos, cerrando, clausurando su manifestación, tal y como es su naturaleza esplendorosa. 


Resguardados de aquello que pueda excedernos, damos paso a la formación de pensamientos y sentimientos inconscientes, que poco, o, en nada se asemeja a nuestra naturaleza; es así, como ha podido ser expropiada y explotada hasta el agotamiento de sus fuerzas. 


Naturaleza inexplorada, acotada en su concepto científico, “que hace del misticismo una trampa, en tanto, este nos parezca insondable, innombrable, casi etéreo espíritu de algunos pocos elegidos celestes, sin verdadera relación con esta tierra, con esta otra naturaleza del día a día mundano.


Como ha sido el caso de Naamá, madre de los demonios caídos, que cuenta cómo es demonizado el néctar de los sentidos.”(1)


Ella es la seducción que invita a probar la apertura creadora del instante. Voluptuosidad primera, y siempre virgen; capaz de despertar a los antiguos Dioses y adormecidos demonios. Despertar de las lenguas sagradas, por las que ascienda a la piel, su néctar de Luna sabor plata, su delicado saber deshacer los nudos endurecidos de esta férrea necedad a sentir, simplemente sentir la permeabilidad de la piel, apertura entre tiempos y más allá de los tiempos, su arena viajera, su tierra fértil. Sentir, demonizado, en tanto no se vislumbre su terrible esplendor interior, que pertenece a la tierra de quien somos hijos y alimento eterno. 


Naamá, guardiana de los caminos al reino prometido, Yerushalaim.  Al reino que no es un Estado, ni un lugar, ni un estado mental. Es el reino que llama, y que, al principio, aparecía solo enigmático entre los sueños. 


 La Paz nos llama en medio de la guerra, o, acaso más bien, ¿no la hemos llamado también nosotros? Guerra de cerrazón senil, de estrecho corazón, de imperialismo inflamado, de opresión enfermiza. 


“Yerushalaim, tierra de paz, o, donde ofrendamos a La Paz, el propio cuerpo, tierra de despertar de saberes milenarios.” (2)


(1) Curso “El Árbol de las vidas” 2024. 

(2) Ibidem 


 


De una confesión trasnochada

 

 


Anhelo furioso 

expectante de paraísos;

Paradas

gurús abismales y laberintos vacíos.

Procesos sin fin 

apuesta a un circular olvido; 

distribuciones fijas y afiladas entre lo sagrado y lo profano, lo sano y lo enfermo.

Voluntad de razón y bunker de la verdad,

nichos para la culpa instituyendo la debilidad, 

cultos de la carencia y de la muerte,

pequeña parcela prometida,

 coto de poder;

voluntad abrazadora de los celos,

 sanguijuela y rémora de expectativas viscosas. 

Éxtasis.

Receta para la felicidad

paz sin asomo de violencia 

catarsis de la oscuridad primera y sordera permanente.

Ascetismo militante

negación sectaria de la diferencia

virulencia discursiva

fascinación

inteligencia anonadada.

Templos vestigios de ansiedades;

entre fragmentos el ruido, el ruido

inyectando el veneno de las serpiente. 

Vuelven los ritos frente al olvido. 

¿son los discursos los pilares de un templo, lo los simulacros?

Los vientos soplan en todas direcciones, barriendo y 

deshaciendo las casas que no han querido ser habitadas.

Asoma la noche entre ruinas y despojos, entregando su luz 

de sombras y de luna, llenando  los vacíos sin condiciones, 

su bienaventurado ser mundo. 


jueves, 4 de enero de 2024

De la embriaguez



Si es posible excluir de la consciencia pensamientos intensivos hasta volverlos inaccesibles, es debido al  interdicto que atraviesa a toda represión: no podrás actuar sobre la base de una potencia que pueda arrasarte a la descodificación.

Esto es así, en tanto vamos ganando realidad, habitamos los espacios, los hacemos nuestros, nos sentimos seguros. 

Más, habituar la propia sensibilidad a los moldes de la percepción tiene sus riesgos, por ejemplo, cuando nos habituamos a  ciertos sentimientos; sentimiento: participio pasivo del verbo sentir;  entonces, reactivo, domesticable, edipizante. 


 Cuando la sensibilidad ha sido domesticada  y el tiempo subordinado al tiempo sucesivo la realidad parece gobernada por las circunstancias, lo qué pasa es lo que pesa; así, también, la ley, sea de utilidad, o bien, hoy más que nunca por la ley de goce.

Se sabe que la sensibilidad, de algún modo se produce, no sólo las cosas, también los cuerpos y las miradas, las formas de espacializar, de temporalizar. 

Al no poseer estas formas de producción, los cuerpos se precipitan por los segmentos más duros, o se vuelve fluidamente inquietante, se explota la imagen subordinada a la promesa de movimiento; enfermamos y estamos bien ciertos de no tener nada que ver en ello. 

Las plantas sagradas irrumpen en esa cotidianidad endurecida, en ese mirar fijamente, al excluir otros modos de ser del tiempo, otros espacios. 

Así, la embriaguez como 

“irrupción triunfal del mescal en nosotros” (diría Deleuze) y ( si con suerte le caemos bien a la planta y la tratamos con respeto) los flujos intensivos vuelven a ser desatados, despejando al ser de lo sensible, suavizando los límites dados entre cuerpo. 

Devenir vibrante tejedor de superficies. Superficies intensas y maleables. Sentir que rasga el espacio de su supuesta particularidad para quien quiera seguir su movimiento, abrazar su memoria y excederla.

De la nada

 


María Zambrano muestra la condición “viviente” de la nada. A lo largo de la historia humana, “la nada ha venido cambiando de lugar, según cambia el proyecto de ser del hombre; según que el hombre pretenda o no ser y según lo que pretenda ser y cómo. Es la sombra de Dios; la resistencia divina. La sombra de Dios que puede ser simplemente su sombra su -amparo o su vacío en las tinieblas contraria.

La nada no puede configurarse como el ser, ni articularse; dividirse en géneros y especies, ser contenido de una idea o de una definición. Pero no aparece fija; se mueve, se modula; cambia de signo; es ambigua, movediza, circunda al ser humano o entra en él; se desliza por alguna apertura de su alma. Se parece a lo posible, a la sombra y al silencio. Nunca es la misma.

No es la misma, no tiene entidad, pero es activa, sombra de la vida también. Una de sus funciones es reducir: reduce a polvo, a nada los sucesos y, sobre todo, los proyectos....

Su acción es viviente. Diríase que es la vida sin textura, sin consistencia. La vida que tiene una textura, es ya ser, aunque en la vida siempre hay más que la textura. En el hombre, la nada muestra que es más que ser, ser a la manera de las cosas, de los objetos. Por eso, en el hombre a medida que crece el ser crece la nada y entonces la nada funciona a manera de la posibilidad. La nada hace nacer.

La nada es inercia. Invita a ser y no lo tolera: es la Suprema resistencia. Por eso crea el infierno, ese infralugar donde la vida no tiene textura. Ceder a él es sumergirse en la locura, en esa locura que precede a toda enajenación.

Pues locura es enajenarse, hacerse “otro”, mas no del todo, que sería cambio, aunque inesperado, anormal. Hacerse el que no se es sin lograr serlo. Tal situación no lograda de la personalidad ha de ir precedida de un desmoronamiento de lo que es textura, ser en la vida humana. Y si eso se produce sin la destrucción total, es el infierno en que el que va a ser “loco”-a hacerse “otro”- gime, a veces toda la vida, sin llegar a ese punto qué se entiende por locura, en que aparece la completa situación de la personalidad. La locura se llamó “mal sagrado.”

María Zambrano

De la tristeza

 


Una profunda tristeza atravesaba sus ojos. De niña podía verlo, me daba miedo, desconfiaba. -” Yo soy tu abuelo feo me decía”-, y se reía como si no le importara. Había en esa mirada triste un halo de ternura y soledad. Hoy sé con toda certeza que esa tristeza que eras, Abuelo, me habita, la he llevado de siempre como un nudo profundo en la garganta y el pecho, es mía, soy tristeza y eres tú en mí, Abuelo; un acuerdo en silencio, una memoria profunda y vieja que lleva mi cuerpo entrañable, queriendo esa, esa tristeza imposible.


Como tejido de resistencias sin rostro. Ahogado por un sentimiento de ausencia. Ausencia de voz, de la acción justa o propicia, de proyecto de ser, de alguien que liberaría del ensimismado llanto que brota perdido.


Más nada de eso es la tristeza. No es su potencia, sino, apenas resistencias a sentir y saberse tristeza. Resistencias que habitan al vientre endurecido, entorpeciendo el fluir peristáltico que es la acción misma de dejar ir. De soltar lo mismo la mierda que lo que sea aferro. Aferramiento que fija al yo, fijando al tiempo lo perdido.


 Fijas las memorias del cuerpo, resecando, debilitando, drenando los tejidos, como efecto, no de la tristeza, sino, de detenerla. Obturada, ensimismada, retraída su memoria profunda que quiere poder dar su voz, cantar su historia.  


Así, veo su canto: La potencia de la tristeza es como un ritmo, cae suavemente como luz de ocaso. Brilla entre las sombras anunciando un vacío. La tristeza te saca del tiempo propio que se te escurre entre los dedos. Entre fragmentos y máscaras de límites permeables y mudables. Deshace con la promesa de liberarnos solo al derramar su fuente nómada.  ¡Devenir nómadas! Y, en el extremo de la tristeza: su exceso. Un encabalgamiento de reacciones y de acciones entre el ser de lo sensible y el mundo que abre el vacío al devolver mis pies a tierra. Encabalgamiento entre gozo y tristeza: voluntad de tristeza, Abuelo, voluntad creadora de tristezas. 

Así, quienes han podido cantar su canción eterna. 

De la locura


En la oscuridad que devora no hay refugio ni resguardo. Ella abre las puertas al paso de sueños mudos, imposibles laberintos entre mundos, desdibuja las certezas, y devuelve a la piel su propiedad de amante flujo. Embriagadora contemplación, embriagadora voluntad de un impulso que danza vida y muerte. Inmanencia de la voluptuosidad, movimiento sin objeto, corporeidad rasgada en esa excesiva danza de deseo. Cómo seguir los pasos de esa excesiva violencia dionisiaca Amante de todas las formas imposibles. Cómo no querer su eterno nacimiento. Cómo no querer besar al olvido y acordar de todo, con todo a un tiempo, en un instante de labios suspendidos, la vida toda excesiva, amorosa.