jueves, 1 de octubre de 2020

2 DESAFIANDO A LOS IMAGINARIOS



Imaginar es despertar flujos en los que todavía no prenden los destinos del imaginario.  Fluir de tantas materias mostrando su fatal esplendor. Ese que sin detenerse va manifestando la maleabilidad de los sentidos que la palabra revela.  

 

Al imaginar se vuelve posible un fluir de trazos permeables; al tiempo que emergen se desvanecen, dando paso a un nuevo trazo casi sin detenerse. Imaginar abre a los sentidos por los que el espíritu  indistinto del vital aliento encarna múltiples pliegues y caminos: fluir que se va corporizando sin confundirse con los espacios emergentes, sin asimilarse absolutamente a ellos. 


En contraparte, pensamos lo imaginario a partir de ese carácter que tiene para limitar, acotar un modo de ser, de sentir, de mirar. Acotamiento que muchas veces ha obturado los vacíos por los que la imaginación puede fluir y hacer fluir las formaciones imaginarias, abrir al devenir entre cuerpos, desencallar modos de sentir y de pensar. 


La imaginación, en su andar despertando en el tiempo, se asemeja a ese despertar del ámbito de los sueños cada mañana. Algo se guarda, algo se quiere, algo parece detenerse y sólo queda la sensación de un puro brotar deseante, oscuro, luminoso, excesivo, un algo que tiene que ver con inciertos parajes para nuestra razón; pero que no por ello se contradice con el orden, con lo diferenciado, sino que hace del orden mismo un exceso, una provocación. Imaginación corporizándose, dando cuenta de sí como si fuera el germen de múltiples memorias o, más allá, como si las memorias mismas se desplegaran. Breve instante que siempre revela un comienzo, un despertar donde parece dibujarse una mirada, un querer; principio discernible, pero en juego que parece esfumarse al transitar, sin más, por las rutinas del día a día. Rutinas que cuando son gobernadas por la compulsión de llenar los huecos, saturar el vacío, hacen posible un pensamiento que ya no puede más que atraparse, repetir y repetirse hasta agotarse.  


Así, el resentimiento, esa fuerza reactiva que podemos ser como efecto de fijar los afectos y, por tanto, fijarse y repetirse uno mismo. Sustantivamos el vacío y nos separamos de él, lo ponemos fuera sin dar cuenta que en este acto también lanzamos afuera nuestros afectos, lo que los vuelve ajenos, es decir, no nos reconocemos en ellos, perdemos el sentido de devenir de las fuerzas singulares que nos atraviesan, perdemos el sentido mismo de deseo que habita todo afecto como un verdadero proceso productivo. Mas lo que hemos lanzado fuera retorna como impuesto: íntimo y ajeno a la vez y se produce una manera de sentir o, mejor dicho, un sentimiento esencialmente reactivo. Sentimientos y afectos que al manifestarse reactivos nos poseen entretejiendo el olvido de su vital maquinación; Reducidos a alimentar los ritmos imaginarios que son ya gestos, posturas, cortes y flujos atrapados al interior de una escena teatral que debilita.  


El pensamiento como proceso, por el contrario, puede fluir excesiva y mortalmente en una danza, un serpentear entre materias y afectos, entre vacío y deseo, revelando la multiplicidad de  de la que no nos sabíamos; inaprensible a una realidad dada que tiende al exceso; de aquello que es continuo devenir, y que nos desafía justo donde más resistimos. 


María Zambrano nos recuerda que el vacío, hace posible el fluir del presente, la irrupción del devenir. Los imaginarios, son brotes de deseo, construcción de parajes, de decretos, de relatos,   de historias. Más cuando queda obturado el vacío, se producen sentimientos y pensamientos que evitan explorar parajes excesivos; se fabrica ese ámbito en que el no-ser queda recluido en las galeras del puro horror, de la locura, de la perdición. Y el saber múltiple, sólo será lanzado a la inconsciencia.  


Y para quien despierta, apenas el presentimiento de algo que pudiera excederle es pronto suprimido. Pero, en la esfera viva de la imaginación se trata no sólo de reconocerse en aquello ya formado, sino también en aquellos procesos de formación o, incluso, de deformación. Luz o intensidad que hiere, fisuras del orden esperado. Es el dolor tanto como el placer un cierto umbral que vuelve visible lo invisible: el cuerpo. Muestra según su intensidad los excesos por los que el ser que somos se desborda y se produce, o bien, aquellas avenidas que hemos replegado; o los nichos ahuecados secos y rígidos por los que ya nada puede circular fluyente. Queda el cuerpo invidente queriendo arrobar a la imaginación sus ojos, queriendo abrir, de cada herida, una puerta única a sus sentidos, singular, como un fuego que afecta lo que a su paso encuentre, devorando quizá el propio cuerpo; fuerzas, impulsos simplemente inevitables e ineludibles, fuerzas que han de manifestarse en algún sentido, pues que es también el sentido de su querer. Más el dolor atrapado en el ámbito de ciertos imaginarios,  en el ámbito de ciertas disciplinas sólo señala un camino posible: la enfermedad, la neurosis. Y el sujeto que padece, la más de las veces, queda atrapado en un sinfín de relaciones de poder y relaciones de saber que lo separan de su propia experiencia del dolor. 


Si bien el cuerpo, la experiencia sensible o perceptible que tenemos de él, se moldea a partir del mundo que habitamos, es cierto, también, que podemos experimentarlo de otra manera cuando nos abrimos al fluir de la imaginación y del sentir más vivo. La imaginación despierta vivamente nuestras fibras sintientes, nuestros acuerdos, más cercanos al poder de sentir. Cuando ella se despliega, se fractura el tiempo, irrumpe en él y nos muestra otros rostros, más intempestivos, más cercanos al devenir, al ritmo de los cuerpos. No organiza paradas, sino que introduce en ellas el devenir y abre paso a la experiencia de lo figural que no es el fluir sin más de los cuerpos, sino fluyentes destellos de visibilidad entre cuerpos: destellos permeables y penetrables que muestran la porosidad, los pliegues, los intersticios que trazan los flujos en esa su movimiento. Movimiento ligada con los afectos y los efectos que se producen entre cuerpos y sus encuentros y desencuentros. Visibilidad irreductible al campo que llamamos visual. Cuerpo irreductible a un campo organizado.  


Así, al imaginar se despiertan las memorias, memorias del cuerpo, que si bien pueden ser interpretadas, nos abren a un mar de ritmos, a un sentir maleable, y múltiple. Multiplicidad de fuerzas aún demasiado maleables. Imaginar tan cercano al palpitar creador. Querer que cosmiza y manifiesta cosmos, que es también cosmos. Apertura donde confluye lo ilimitado de múltiples fuerzas con el cuerpo emergente, siempre emergente, en continuo movimiento, por ello, fuerzas que el cuerpo ha de saber. ¡Y cuántos sentidos de saber! Pues que no se trata de objetos, cosas o conceptos sino de sentidos y de cursos sin referente a una totalidad cerrada sino a aquella otra entre materias y fuerzas reactivas y activas; acciones y pasiones, pensamientos y voluntades en juego.  


Imaginar, desafío para cualquier imaginario reinante, pues en ello se despliega la fuerza y el deseo de experimentar; abertura por la cual la “visión” se encarna sintiente; pensar que muerde la existencia y algo más; emergencia de flujos de ensueños que bailan haciéndose cuerpo y que, de ser preciso, se precipitan, se fijan o devienen signo. Cuan furtivas y superficiales serán las memorias al sólo fijarse, mas no imposible evocar los flujos, mas no imposible el deseo de no perderlos, que es lo mismo que no querer perderse. Memorias de trazos apenas aprehensibles, ni figuras fantasmales ni representaciones de cosas. Intensidades y flujos, flujos materiales que avivan al cuerpo, a las memorias del cuerpo.


  






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